lunes, 21 de marzo de 2011

Confesiones

Me sobran razones para no escribirte, pero basta una para hacerlo. El hecho es que estás frente a mí, y dos cosas quedan por hacerse. La primera es que me mates, fantasma que arrastras las cadenas de mi pasado, espíritu de venganza de lo que fuimos… la otra es que te torne en letras, y mientras te lean, te fragmentes en pedazos disolutos repartidos entre tantos que no puedas ya regresar por mi cabeza.  Sí la primera es sueño, la segunda sería quimera. Pero ni una ni otra ocurrirán, ni hoy ni nunca. Por eso, te  escribo, a ti. A nadie más concierne esta hoja que confiesa todo aquello que te callé.  Y dado que pienso en este momento dejar de mentirte, tengo que empezar por decir que no me arrepiento.
     Aquella noche llovía mucho. Recuerdo que habías caminado, nadado, hasta la casa. Llegaste escurriéndote toda. En mi mente, a la luz de unos cuantos tequilas parecías derretirte. Me miraste asustada, supongo que pensabas que yo no debería estar ahí. Sonreíste inmediatamente, te quitaste tu sombrero vuelto paraguas, manchaste la sala con el lodo de tus botines y me besaste tiernamente en la frente. Mi primera confesión es que, en ese momento, yo sabía ya la verdad.
      Te vi caminar mientras tarareabas esa estúpida canción pop que siempre cantas cuando estas asustada. Escuché el agua de la regadera caer. Como si no hubieras tenido ya suficiente agua, me dije. Después vi el vapor salir de la puerta del baño… como si no hubieras tenido ya suficiente calor, me dije.  Mi segunda confesión es que para ese momento ya planeaba matarte. Imaginé cientos de veces como sería todo.  Entraría como si fuera a tirar una cagada, no sospecharías nada, me acercaría lentamente hasta la regadera y te atraparía entre las cortinas, acabaría con el oxígeno de a poco mientras que tú probablemente patearías hasta morir.  Entraría rápidamente, asustándote, viendo el terror en tu cara, la resignación en tus labios, la imagen misma del reconocimiento de que todo tu teatro se había caído, te empujaría contra los mosaicos, una y otra vez azotaría tu bella cara contra el suelo mientras los hilachos de sangre correrían hasta la coladera.  Esperaría hasta que salieras, con las toallas, una sobre la cabeza, la otra cubriéndote los pechos, te dejaría entrar al cuarto, sentarte sobre la cama, te miraría tomar la crema y dispersarla sobre tus brazos, te vería desnudarte de nuevo, y cuando yacieras con tu cuerpo limpio y tu conciencia cerda te atravesaría de lado a lado con el sable que me regalaste de cumpleaños.  Mi tercera confesión es que nada de eso sonaba lo suficientemente macabro como lo que realmente quería hacer contigo. Así que esperé y no hice nada.
     A la mañana siguiente, cuando preparábamos nuestra salida, te miré a los ojos. De nuevo sonreíste, sabiendo, pues sé ya que sabias entonces, que nada sería como antes. Te acompañé hasta la puerta y te dije adiós con un beso. El último beso que daría. Regrese, satisfecho hasta nuestro cuarto. Encontré, como si escondieras las pruebas, su teléfono. Llamé y su voz tranquila esperaba la tuya deseosa. Así que esperé y no hice nada.  Escondido de los espejos, aguardé tu llegada.
Entraste sonriendo, y los chasquidos de tus labios besando los suyos encontraron la manera de hacerse eco hasta la recámara. Me escondí tras la puerta del baño mientras ustedes se apresuraban a la cama. El revólver estaba a la vista, precisamente a la mano, en el secreter.  Sus manos ásperas y sus brazos fuertes te desnudaron con juvenil desesperación… tú, insoluta acariciabas sus piernas lujuriosa. Mi cuarta confesión es que disfruté verlos en la cama.
     Imaginé de nuevo lo que te haría. Saldría silencioso, mientras gritabas su nombre y les dispararía a ambos antes de que se dieran cuenta. No; saldría silencioso, y les apuntaría… les llamaría en un susurro, esperaría a ver sus ojos llenos de miedo y luego les volaría los sesos… No.  Nada era suficientemente bueno, nunca puede la ficción superar la realidad; Salté con un grito afónico y primitivo mientras hacía carrera contra la cama; él, tanto más joven, reaccionó de inmediato.

Hoy escribo por primera vez en años. Apenas puedo coordinar mis manos con lo que pienso. Aún no hablo. Tus gestos, que ahora recuerdo como en cámara lenta eran del terror más exquisito. No sentí dolor alguno, recuerdo empero el impacto, el calor… distingo en el recuerdo tu voz gritando mi nombre, tu cuerpo golpeando al suyo.  No recuerdo nada más. Mi quinta confesión, te aseguro, es que disfruté enterarme de tu huida.  Disfruté y aún disfruto saber que no lograron escapar.
     Me gustaría decir que fue todo planeado, pero fue destino, supongo, aunque truqueado. Supe  a unos meses de despertar del coma, que a él, lo habían condenado a la silla, y que tú, casi autista apelaste a tu salud. Hoy que saliste de ese manicomio, mujer; hoy que por primera  me visitas en esta cama, aún inválido, te confieso… jamás imaginé algo tan macabro.

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