domingo, 4 de diciembre de 2011


Sé que algo se rompió en nuestra última discusión. Fue como sentir, tras intentar acelerar rompiendo la curva de los trescientos metros, un tirón preciso, dar tres pasos descoordinados y caer de bruces sobre el tartán.  En pocas palabras, sé que algo se rompió en nuestra última discusión, en un solo movimiento, en una decisión que antes de terminar de formularse en la cabeza ya sonaba a desastre.

No fue como cualquier otro momento en que la decepción te sobrecoge cuando ves perdido algo. No fue como con aquellas que habían sido procesos largos donde todos los pasos de la pérdida estuvieron presentes. No fue la larga tarde en que fumaba un cigarrillo sobre el alfeizar mientras ella lloraba en silencio sobre la cama. No fue tampoco un fatídico y patético intento por iniciar una relación formal con un regalo demasiado caro y una honestidad bastante pobre…

Fue una decisión algo consciente, en un momento determinado. Y fue como sentir que jamás podría volver a correr los cien metros.

Creo que fue entonces, cuando decidimos darnos por vencidos, que perdí mi último lazo. Lo perdí con la pista, con la capacidad para llenar todos mis diálogos con insinuaciones que solo tú captabas… Se rompió el último puente que me quedaba para ir ahí todas las mañanas y saberme unido a todo lo demás…
Sé que la mayoría de los pacientes mentales con inhabilidades sociales muestran sus primeros síntomas concluyentes en  los primeros años de sus veintes. A veces me gusta imaginar que lo que sentí que se rompía cuando le dije adiós a la posibilidad de volver a besarte fue mi cordura.  Otros días, más que solo sospecharlo, estoy convencido de ello.

Pero más allá de si mi locura es un hecho, lo cierto es que sentí que se perdía el último vínculo que me unía a un yo pasado.  Cerrar el capítulo contigo fue como acabar un libro entero. Era obvio que los clinghangers dejaban a entender una secuela… pero la secuela empieza con un capítulo difuso en que el protagonista no tiene la más remota idea del problema, y para hacerlo peor, pasadas ya varias páginas el lector tampoco estaría  muy seguro de la trama.

Hoy por ejemplo imagino que el concepto es bastante claro. El hombre, ahora el niño se da cuenta de que es hombre, asume la responsabilidad de haberte dicho adiós y se compone inmediatamente ante las circunstancias. Encuentra el reto de no tenerte presente en sus objetivos como una decisión madura y una oportunidad para empezar cualquier cantidad de aventuras enmarcadas dentro de una prominente carrera.
Pero como crítico me detengo rápidamente. El estúpido protagonista carece de la fuerza para mantener aquella convicción con la coherencia interna de sus arrojos emocionales. Supongo que por eso en mi historia me siento a escribir esta entrada de libro, poniendo en boca ajena lo que pienso del personaje que aún no formulo del todo bien para el resto de la obra…
Sé que algo se rompió. Tal vez mi último pedazo de entereza. 

viernes, 28 de octubre de 2011

En silencio por la tarde.

Con el peso dispuesto sobre los codos, la cabeza gacha, los ojos inyectados de sangre por la luz tenue contra la pantalla clara. Con una insoportable y repentina comezón en el cuello por la barba que no he tratado en dos semanas.  Con diez dedos sobre el teclado y ninguna palabra en la lengua.

A eso de las siete y cuarto la poca luz que queda se va más rápido de lo que habíase estado yendo hasta antes de las siete y cuarto. El perro del vecino ladra, ladra mucho.

Hay una niña que grita, supongo que está jugando. Ha de ser en la secundaria de la esquina, ahí a esta hora sigue habiendo un montón de pubertos imaginando planes para los que no tienen ni edad ni permiso.

Luego, como el resto de la casa, la calle está en silencio. A poco empero pasa el carrito de los camotes y con su silbido metálico hace ladrar de nuevo al perro, gritar de nuevo a la niña y reanuda mi comezón en el pecho.

Voy a bajar la pantalla, buscar en la obscuridad el bajo, conectarlo a siegas y tocar un rato. Ojalá, después de robarme algunas notas, se me ocurran palabras. 

lunes, 15 de agosto de 2011

Prothalámous


Es simplemente extraño estar sentado al lado de una cama de hospital. Hay algo que no cuadra, algo que se siente ajeno y, al mismo tiempo, terriblemente familiar.  Días como hoy no se planean, aunque este todo en un horario y haya siempre alguien con agenda en mano preparado para todas las vicisitudes.

El caos medrado por un orden absurdo de expectativas aciagas. Maldita sea…

Hay de hospitales a hospitales y por muy hotel que se disfracen son todos antesala de desgracia. Desgracia y alivio, supongo. Desgracia para los que se quedan, para los que esperan que se vayan los que se van, o fintan que se van… o se van y regresan…  Alivio para los que en cama respiran golpeado y balbucean ilusiones o recuerdos o deseos o verdades.

Duele, por ejemplo, la espalda; angustia, esa perspectiva gris y triste de esperar lo peor mientras mantenemos viva la esperanza necia.

Maldita sea… apenas son las siete y cuarto y siento que sentado he pasado media vida; y darse cuenta que media vida mía es novena parte de la suya y que estos días, para mi eternos serán quizá apenas suspiro, de alivio, de alivio espero. 

viernes, 5 de agosto de 2011

Tiempos

Empezar con un dialogo siempre le ha parecido tarea del todo imposible. Suele, cuando logra, empezarlo todo con un verbo. Los verbos, se dice, son exquisitos y desbordantemente reales… sustantivos y demás palabra sueltas que con el tiempo cambian. El verbo, lo acaricia mentalmente, el verbo es acción y punto. Y como punto, suelte el puñetazo que derriba al hombrecillo. Escupe, el filamento de sangre y saliva apenas saltan de la boca se atoran entre la barba áspera y riza.

El hombrecillo se arrastra, trasero en tabla, manos febriles y asustadas, para esconderse detrás de la mesa, a poco tirada. Ahora, tal vez, venga en bien un poco de dialogo, se dice.  No bien abre la boca, recibe por la espalda un golpe seco. En cualquier otro momento, una descripción habría sido necesaria para entender el proceso, empero, ahora y aquí, baste con decir que se mantuvo en pié. Giró ciento ochenta grados y asestó otro golpe; desprevenido el agresor, silla en manos, se tambalea; recupera pose y encara. Todo inútil, la silla cae sobre sus pies, grita; el puño cae sobe su garganta, intenta respirar y falla. 

Diálogo, piensa, dialogo  no es nada. Observa, cuenta y mapea. Dos salidas, ambas obstaculizadas por el embrollo de gente que asustada e idiota se mantienen inmóviles en el restaurante. Una ventana, algo alta. Tres hombres; dos armados, inexpertos. Novatos con aires de grandeza que en sus salida fácil no tienen empacho en olvidarse de sí mismos.  
Hace tronarse los nudillos, el cuello, la espalda. Camina a paso firme, aunque cojeando y sube las escaleras. El primer hombre armado le apunta, el segundo sirve de escudo al tercero.  Ni un paso más- balbucea. Dialogo piensa, el dialogo no es sino tiempo desperdiciado en sustantivos vacíos.  Finta un golpe directo, el armado dispara pero falla, en el instante preciso un pie sucumbe ante fuerza bruta de una rodilla destrozada. Una segunda patada, a la faz y quedan solo dos hombres.

Dispara, imbécil, dispara. Más dialogo, el desarmado cual adefesio inútil habla de acción, pero no acciona, y su vehículo imbécil tampoco. El primer disparo erra por mucho, el segundo asesta mortal al pecho. El golpe le detiene, tal vez retrocede un poco.  Inhala profundamente, camina de nuevo, el chaleco le protege apenas, pero lo mantiene vivo. Tal vez,  por primera vez, al armado emprende acción y corre. Corre, pero demasiado tarde. El escudo roto llora. Llora y calla casi al mismo tiempo, cuando el tacón de la bota le rompe la quijada.
En su luneta, el último hombre espera. Abre la boca. Dialogo. No dice nada, no es necesario. Le toma de la cabeza por el cabello y la azota repetidamente contra la mesa. Una, dos, tres… seis veces el sonido sordo de clogk hace eco. Levanta la cabeza de nuevo, masa amorfa sangolienta aún consiente parece seguir esperando explicaciones.  Por respuesta recibe une jeringa en la mano, otra jeringa en la garganta. El gorgojéo se torna silbido agónico.

Hijo de puta, le hubiera dicho, mierda. Insufrible corrupción. Te mato no porque lo merezcas, sino porque mejor es el mundo sin ti. Tú merecías pudrirte en algún calabozo como el que usabas para retener a las niñas.  Tú merecías morir mientras te desgarraban por dentro. Tal vez eso hubiera tenido que decirle a los testigos, pero eso sería dialogo. Esta ciudad, se dijo, ya no tiene tiempo para diálogos. 

martes, 31 de mayo de 2011

Lo común y lo peculiar


-Disculpa- lo digo más como perdón que como permiso y me escabullo entre la gene apretujada del café. 
 El olor especial a humano-perro-ropa-periódico mojado sumado al tueste de los granos es una combinación tan común como peculiar y de alguna manera proco clara me agrada y me deprime un poco. Pido alguna bebida caliente, si estuvieras tú habríamos pedido lo de siempre, pero sin ti, esas particularidades sígnicas se vuelven baladíes.
Sobre la pared que forma la multitud, a unos pasos de la entrada, bajo la llovizna aciaga, mi bicicleta permanece atada al único farol con luz en cuadras. Agradezco por primera vez en años la quema insana de petróleo que mantiene encendida el local y doy un trago lento, satisfecho de mi honesta incongruencia.
No hay lugar dónde sentarse, a diferencia del torrente de agua, la gente parece haber llegado a algún tipo de acuerdo no escrito y pacífico que constataba la imposibilidad de reunir  más cuerpos en el café.  El hecho, tan común como peculiar, me mantiene entretenido el pensamiento. Toda sarta de estupideces e hipótesis legítimas, sinapsis suicidas que nunca se consolidarán en proteínas, repiquetean el neocortex sin mayor efecto que el que las gotas que vienen a escurrirse sobre la ventana del lugar. Luego, divertido, imagino a unos seres en el cerebro escondidos en algún café abstracto, refugiados de las tormentas patrocinadas por las neuronas. Los imagino quejándose del mal tiempo, de las borrascas constantes, del cambio climático palpable. Los veo teorizando sobre el asunto, leo en sus pequeños diarios que celebran a sus compatriotas por encontrar correlaciones bilaterales entre los años de estudio y los males climáticos que los acechan. También leo las controversias, la eterna y disfraza lucha entre los hemisferios que culpan el uno al otro de tan desgraciada situación.  Tomo distraído otro sorbo mientras sonrío internamente, algo empero, acelera mi ritmo cardíaco a una velocidad de infarto y me levanto instintivo hacia la puerta.
La bicicleta sigue en su lugar, iluminada. Pero no está sola. Bajo el haz de luz, la cortina de agua se rompe a cada paso de tu figura. Caminas empapada. –Disculpa- dices pidiendo más permiso que perdón y te haces paso entre la gente que, sin notarlo, te da un pasillo para ti sola. Pides un chocolate caliente mientras te desprendes de lo que pudo haber sido cualquier suéter, pero que resultó ése, azul celeste, tejido con un patrón discreto que de alguna manera le hace resaltar entre todos los suéteres azules celeste. Él hombre que te atiende, sin saber muy bien por qué, te ofrece inmediatamente una toalla.  Doy un paso hacia ti.
En un café hipotético y abstracto en algún lugar de mi encéfalo, los habitantes renuevan sus quejas, airados. Culpa un hemisferio al otro. Las neuronas no se dan descanso. El Partido Hipotalámico parece tomar el poder y la fuerza de la tempestad se multiplica.
Terminas de secarte y nos sorprendemos ambos, de que al retirar la toalla de tu cara, esté yo, invadiendo tu campo visual. Me sonríes y sonrío yo nervioso, consciente de mi torpeza. La tormenta eléctrica que dirige el casi desbordado torrente sanguíneo conjura su potencial y me ruega que te diga la verdad, toda la verdad, solo la verdad. En algún recóndito lugar, el lenguaje hace acto de presencia. Quiero sonreírte y susurrarte incrédulo: ¡en verdad existes! Pero fallo ante el esfuerzo titánico del pensamiento, tan común como peculiar, y solo logro balbucear un hola.
Te invito a sentarte conmigo y recuerdo demasiado tarde que no tengo mesa alguna, murmuro algún tipo de maldición y otro tipo de disculpa. Imagino que sonríes por mi torpeza, pero también le atribuyo a tu sonrisa más satisfacción que burla. Por primera vez en años, acopio de toda voluntad, pregunto tu nombre. Sé, empero, que el sustantivo propio pronto será sustituido por el pronombre de la segunda persona, no serás sino tú, tan común como peculiar. Doy un último trago lento a mi chocolate caliente mientras sonrió, satisfecho, de mi honesta incongruencia.




martes, 24 de mayo de 2011

Deliramentum

Suponer llena la cabeza de incoherencias gramaticales, inventos de tiempos y verbos inconjugables.  Suponer también me lleva a ti y a ese tipo de nostalgia que es imaginar un futuro imposible.  Esquivo el bache que no veo pero intuyo, salir por la noche en esta calle mal alumbrada es mala idea; escucho el motor de un auto viejo y me alegro, su velocidad lacónica alumbrará el resto del trayecto.  Lo que también me acompaña es tu recuerdo, entremezclado, a fuerza de voluntad, con la memoria de las tablaturas de esas canciones que toco para callar el estruendo del silencio de mi cama.
          Suponer, chaquetas mentales, solipsismo. Salta el tope. Recuerda G7, 7 A5, 5, 7, 7.  Sigues pedaleando y pronto todo cesa, todo menos el ritmo jadeante del mecanismo simple que llora por el esfuerzo, aunque tal vez seas tú, es decir yo, y tu falta (la mía) de capacidad pulmonar. Las piernas arden, la memoria duele, la imaginación da esperanzas faltas y las calles mal alumbradas dan miedo. 
        Todo esto tiene moraleja pero no la encuentro. Ojalá la encuentre tú, o ella. O yo, en un futuro próximo, cuando me relea y exclame ¡cuántas pendejadas! 

jueves, 5 de mayo de 2011

Microcuentos

Bohemio
Hasta nunca, dijo el poeta. Ella lo lloró tres días; él jamás recordó su nombre

Demanda efectiva
Sobrábamos en su fiesta de alcurnia. Fue esa la única razón, emparejar los números, que accidentamos a los duques de York.

[sin título]
Fabricó con media nuez su embarcación. Navegó hasta el centro insondable del lavabo y la perdimos para siempre.

Sacrilegios
Lanzamos los últimos cubetazos, pero no pudimos salvar el templo. Tal vez por eso lo dioses nos mandaron la plaga

Suicidio fútil
Juan mira el retrato vejado por llanto y furia. Nos observa desde lo alto y grita: 15 pisos para olvidarte. Cae, sin lograrlo

Ilusiones
Todos saltamos para intentar atraparla, pero la luna parecía estar tanto más lejos de la azotea. No todos sobrevivimos la caída.

Interrogatorio
Regresó quitándose el sombrero. Ya nadie le preguntó nada, todos habíamos escuchado el disparo.

Política Moderna
Puestas las gallinas en su lugar, el coyote corrió deprisa fuera de la casa

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Creo que todos estos están en mi cuenta de Twitter. Habrá una segunda entrada para los más largos. 

lunes, 2 de mayo de 2011

Brutal

I
El día que Brutal nació, no nacieron todas las flores. Definitivamente no cantó ruiseñor alguno, pero sobre todo y más importante es que Brutal no era un niño bonito. De hecho, Brutal fue probablemente el niño más feo que naciera ese año, ese y todos los demás.
      Pese a la opinión popular sus cariñosos progenitores no lo nombraron Brutal por su hórrido aspecto, sino por un mañoso plan maquinado hacía varios años por personajes totalmente ajenos a este relato.
       Brutal creció como cualquier otro niño, cada vez más latoso e imposible, pero además cada vez más feo. Claro que si este no fuera el mundo que es, el hecho de ser paulatinamente más horrendo, no habría significado nada para Brutal; pero como ese no es el caso, Brutal fue irónicamente brutalizado durante toda su infancia. El chico fue de todo: Brutal el Monstro, Brutal el Mutante, Brutal el Tamal, Brutal la Cucaracha Gigante, eventualmente perdió el Brutal, que de por sí no tenía pues siempre fue muy amable, y ya solo lo llamaban Cuasimodo, Deformitas, Doña Gagas… el último apodo, que por cierto le duró toda la secundaría, se debía a una señora que vendía tamales, Doña Engaga, que de joven había sido muy guapa pero que con la tierra, el trabajo de partos y una sistemática golpiza de parte de su marido la habían dejado casi tan fea como Brutal.
      El hecho es que Doña Gagas, bueno Brutal (hay cosas que se quedan) fuera de ser descomunalmente repugnante, no figuraba para nada, excepto tal vez por su eterna amabilidad. No era ni muy brillante ni muy idiota, ni muy aplicado ni demasiado flojo, ni muy fuerte ni escuálido total; de suerte que si usted lo hubiera conocido se preguntaría seriamente ¿por qué Brutal tiene su propio cuento?
La respuesta es que Brutal tenía un secreto, uno que de descubrirse le traería toda suerte de problemas. No vaya usted a creer que yo traicionaré al pobre Brutal, nacido feo y muerto superlativo. No, lo que se debe contar de Brutal es lo que este hombre hizo por salvaguardar su secreto.
      Resulta que un día, martes para ser exactos, Brutal, ya un hombre mayor, sintió que su secreto estaba en peligro. De modo que puso especial atención a lo que pasaba a su alrededor. Aquello que lo había perturbado tanto era una pequeña niña, escasos siete años, pero tan bonita, pero tanto, que sólo de verla lloró Brutal. Tanta belleza, se dijo, no podía ser sino prueba de que su secreto estaba por ser revelado.
      No lo pensó demasiado. Salió del edificio donde se encontraba , cruzó la calle, corrió tanto como un viejo feo y deforme puede correr, entró al parque, tomó a la niña en vuelo y con fuerzas renovadas huyó entre los gritos histéricos de las mujeres que cuidaban, a medias, a los infantes…
Brutal no dejó de correr sino hasta que las piernas se rindieron a su peso sumado al de la niña, que ya también había callado rendida, después de una fútil resistencia, y quedaron ambos tumbados en una banqueta en los límites de la ciudad.
    Cuando la policía indagó, no le fue difícil dar con el departamento de Brutal. Cuando preguntaron por un hombre así de alto, así de flaco, así de caucásico nadie supo decir nada, pero cuando preguntaron por un hombre así de feo, entonces todos los vecinos señalaron a un mismo departamento. En la habitación no hallaron nada, Brutal vivía con una humildad espartana. Fue precisamente esto lo que llenó de sospechas a la policía. Pocas o nulas pertenencias, ninguna relación estable, feo como adjetivo hecho sustantivo; eran todas las características de un asesino serial, además el nombre: ¡Brutal!
     Los argumentos iniciales de los sorprendidos vecinos que insistían en la actitud amabilísima y del buen corazón de Brutal, fueron rápidamente desechados ante la evidencia, aparte de secuestrar a una criatura, sobre el perfil retraído del hombre que además siendo tan feo, replicaban los agentes, se entendía su rencor social y aumentaba en alarmantes grados la peligrosidad del sujeto.
II
Cuando la niña despertó, se encontró en un pequeño cuarto perfectamente arreglado sin toque alguno de decoración. Estaba a punto de llorar cuando en su inspección pasiva del cuarto se topó con la figura de Brutal, sentado en una esquina, viéndola impasible. Claro que esto no la tranquilizó, pero la cara horrible tenía un semblante tan benévolo, que la niña sorprendida no supo si llorar o sonreírle.   Brutal se levantó, sonrió con toda la amabilidad del mundo, (tanta que en ese momento en otro lugar del globo dos mandatarios, por un disgusto nimio, estuvieron por provocar una guerra mundial) le ofreció, con una mano sin tres dedos, un plato de comida.
III
Ahora bien, el tema tomó importancia internacional. Por todos lados el terrible caso del horrible monstruo que había secuestrado una inocente chiquilla logró las primeras planas. El seguimiento televisivo fue total, Brutal se tradujo hasta en lenguas muertas para dar con el paradero.  Pandemónium tal, que a tan solo algunos meses, el casero que había rentado el cuarto a Brutal dio una denuncia ante cientos de periodistas y policías.
    Cuando las fuerzas especiales entraron, ante la expectativa internacional, al susodicho cuarto, encontraron inmediatamente a la chiquilla. En la habitación además de un colchón, una silla, un chuchillo, un plato, una cuchara y un cambio de ropa, no hubo nada. De Brutal, salvo el cambio de ropa, nada se supo.  Se hicieron muchas promesas de justicia, se levantaron aleluyas en idiomas todos y el mundo se alegró entero del rescate de la pequeñuela. La niña, que parecía muy feliz de ver a su madre, parecía también harto desilusionada.
      La pequeña fue llevada inmediatamente a un hospital dónde la declararon sana y en forma. En su primera revisión, el psicólogo infantil determinó que la niña que parecía impoluta en realidad había bloqueado toda la situación, y que solo con la ayuda de sus seres queridos y un seguimiento podría recuperarse.
      Cuando, a las pocas semanas, todos habían olvidado el suceso, la madre de la chicuela regresó alarmada con el psicólogo. Insistía fervientemente que esa no era su niña, sus argumentos, declaró tiempo después el especialista eran ridículos. La madre aseguraba que la niña era ahora más callada y amable, cosa explicable por su trauma, pero además que era ahora tanto más bonita que antes, que todo lo que estaba a su rededor se tornaba feo, espantosísimo… Las flores morían a pocas horas de estar en su habitación, los vestidos se decoloraban apenas se vestía con ellos, los propios pájaros callaban en su presencia. Una y otra vez insistió la madre. Cada uno de los especialistas encontraban cada vez más absurdos sus comentarios hasta que pronto fue declarada esquizofrénica.
    La niña creció cada día más hermosa y más amable, aunque quienes la conocieron después confesaron que, en cierto sentido, era cierto lo que la madre pregonaba, una vez cerca de la niña, todo parecía desvanecerse a tintes más aburridos y feos.
     Cuando la niña dejo de ser tal, su belleza superaba absolutamente todas las conocidas. Su bondad era también reconocida en todos lados. Cuando los medios la redescubrieron, y la trágica historia de su secuestro regresó al escrutinio público, la pregunta en voz de todos era la misma ¿qué fue del horrible Brutal?
 En una increíble investigación, un reportero adquirió las observaciones del examen psicológico de la pequeña; cuando el especialista había hecho esa mismísima pregunta a la chiquilla, ella respondió en silencio señalando a su corazón… y a su pancita. 

sábado, 30 de abril de 2011

La pericia y la pereza

Levantóse apenas con un gruñido primario. Observó con desenfoque propio de la lagaña e identificó como desconocida su locación. Bostezó, palpó torpe su tórax, encontró sus cicatrices ancestrales y súpose en el cuerpo correcto.
       Apestando su paso a vodka abandonó el desconocido lugar, saltó el cadáver en la sala y cerró los ojos al abrir la puerta. Habló como por vez primera y su balbuceo, símil al del crío, refirióse también a alguna madre.
      Hizo caso al poeta y no miró detrás. Siguió por la calle tapizada de despojos y desechos esquiándolo todo con pericia. Pronto, empero, frenó su paso y miró, como el gato mira al pájaro pasar, al hato harapiento erguido frente de sí. Olfatearon ambos al mismo tiempo y, al mismo tiempo, reaccionaron al opuesto; el Harapo dio dos pasos en reversa y al momento de dar la vuelta en retirada, recibió preciso un tajo de cadera a hombro.
     El Harapo cayó, fue esculcado y dejado como retazo nuevo en el tapiz de despojos y desechos.

sábado, 16 de abril de 2011

Murmuris obtrectator

Yo sé que ese de voz reverberante dirá que existen límites interpretativos, y concuerdo… Pero ¿has notado que los adjetivos posesivos que poseen homónimos no llevan acento? Me gusta pensar que en algún momento, tal vez fue el Quijote, alguien notó que acentuar la posesión individualista carecía de sentido.
Nuestro tampoco lleva acento, y es una pena, una pena para los colectivistas. Pero no para mí. Mira qué bonito se acentúa el I en mí, como I, ese yo en ingles que me es tan fundamental. Pero nada, no hay acentos.
Y, caray, si no puedo tildar lo que supongo mío, mira si pude. Pero si no pudiera. Al grano, mi propio argumenta me invalida.
Igual pienso que algún significado hermenéutico ha de tener. Algún esotérico al acento le dará propiedades míticas; ya lo veo venir; la maldición. ¿Cómo era? ¿Quién la dijo? Ya lo recuerdo, y dijo así: Que te cae el sol, y te da el cáncer.  Solo un sol, y además, te cae; mierda terror absoluto; para colmo lo sobrevives, pero acentuado, el cáncer; que también es sólo uno, porque cuando lo tienes, ¿qué importan los demás?
Aunque mira, demás, sí se acentúa. Y mientras busco qué demonios significa, o de dónde viene, noto 2222 correos; seguro se enfatiza, con tú como posición privilegiada.
Mira ya no me quedan tuercas, pero procuraré, cuando encuentre alguna, dejarla ahí, por si pasas. Tampoco me queda esperanza alguna de hacer sonar las cuerdas, lo que hago que suenen son siempre mis palabras.
Algún eje tenía esto, mira ún, que sólito se pierde, porque sólo se enfatiza. Tal vez no quede nada claro, y tal vez ese Eco tenga toda la maldita razón; habrá un límite, ahí te dejo, amigo… a tu interpretación. (Curioso, no parece que se tilde el adjetivo posesivo, pero en el ión [del griego que va] pierde y da algo, y nos carga)

martes, 5 de abril de 2011

Definiciones II

reptar2.
(Del lat. reptāre).
1. intr. Andar arrastrándose como algunos reptiles.

Despiértate. Con acento y todo. No. Despertarse es un término de lo más pretensioso en este caso. Reptar, por otro lado, reptar me gusta.  Reptar es un monstruo verde de proporciones variadas con unas placas moradas muy sáuricas tan atemorizante como el perfil de Tigger. Reptar también es lo que hace(n) Amaranta antes de la regadera, Enrique antes del café, Nair antes de su bicicleta…
Ya ni Rango repta tanto. Aunque también Rango repta, porque resulta ser que reptar también viene de reputare; y aunque el camaleón no desafíe a alguienes sino a algos me consta que le basta la definición.
Reptar pues también es ir de un lado a otro, sin notarlo, y si se nota, no importa, y si importa no por mucho. Al menos la lagartija se detiene a tomar el sol, cuando se le viene en gana… y tiene solo por preocupación al gato. 

jueves, 24 de marzo de 2011

El espejo y el vapor

Se levantó con la firme convicción de regresarse a la cama. El sueño ligero la había tenido en vela hacía ya quién sabe cuánto tiempo. Miró desesperanzada el celular y resopló derrotada. Caminó, como caminaba cada mañana hasta el baño, dio la vuelta a la llave y lentamente los chorros de agua levantaron el vapor que cubriría toda la estancia. Se desnudo apesadumbrada mirando sin mirar aquel hilo de agua que parecía negarse a la caída libre y revoloteaba casi horizontal intentando escapar por la ventana. La idea le pareció curiosa ¿quién quería salir por la ventana?

       Detrás de la puerta, ensordecido por la caída de agua, el celular sonó y vibró como con vida propia. Ella olvidó al instante sus cavilaciones y salió, en cueros, hasta el cuarto. Sonrió como niña en vacaciones y se lanzó sobre la cama, rebotando apenas en el colchón al tiempo que tomaba entre sus manos el teléfono. Era la estúpida alarma sonando de nuevo. De regreso al baño, el camino que había dejado su abrupta partida de la regadera se refrescó con dos lágrimas furtivas.
    Bajo el repiquetear constante de la caída, lloró un rato. De nuevo fijo su atención en el hilacho rebelde que contracorriente atacaba constante la ventana ahora empañada por completo. Levantó la mano, apenas a la altura de sus ojos y le dio la espalda a la caída. Temblorosa  movió delicadamente sus dedos y dibujo, apenas, su nombre en la ventana.
     Aún dentro, cerró la llave y permaneció callada, casi inmóvil, hasta que el vapor desapareciese por completo. Abrió la ventana, se abrazó al recibir el golpe del aire fresco y eso pareció despertarla. Caminó, aún desnuda de vuelta al cuarto; se detuvo apenas para mirarse en el espejo y sonreír. Escribió, en el vaho que quedaba, tanto más firme que su nombre: Mañana pasamos por aquí de nuevo 
59.8 
 D.M.  
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El texto anterior es parte de un nuevo proyecto, Coordenadas. Cada día en mi FB y/o Twitter se escriben una oración de algún libro, sin mencionar ni título ni autor. Las oraciones se eligen de la siguiente manera número de página, número de oración. La idea original empezó en la página 56, quinta oración; cada día se agrega una unidad a cada uno. Cada Martes elegiré una, que alguien más me haya compartido (respetando la misma secuencia) y en base en ella haré un cuento. 

miércoles, 23 de marzo de 2011

Eco de tarde

Hay veces que pega la soledad. Hoy tarde, con un Eco entre las manos, proposición por demás absurda puesto que el eco está siendo (iba a decir reproducido, mas lo reproducido sería también falso, lo reproducido es el sonido y precisamente eso es el eco) hasta mis oídos desde el dojo de Kendo; y por otro lado imagino que en algún lugar de Italia, el escritor probablemente dormido, no sepa si quiera que lo leo.  Y ya con ese sin saber me regreso. Sin saber más que yo, acaso y apenas, dónde estoy, me encuentro solo.
                La briza ni acaricia ni pega… de usar un verbo me lo inventaría, así que dejo simplemente: La briza ___ mi piel. La luz, gris, deja un tanto azul la hoja, la tinta, negra, la deja un tanto gris.
                Suelto, o soltaré, o pienso que soltaré la pluma para cerrar la libreta y tomar de nuevo el Eco entre mis manos, proposición por demás absurda puesto que ya no hay eco que este siendo desde el dojo y el Italiano siega estando dormido supongo, sin saber si quiera que lo leo. Ya con ese amargo sin saber me regreso. Antes claro, respondo el celular y la soledad ya no pega… O ya no pega tanto. 

lunes, 21 de marzo de 2011

Confesiones

Me sobran razones para no escribirte, pero basta una para hacerlo. El hecho es que estás frente a mí, y dos cosas quedan por hacerse. La primera es que me mates, fantasma que arrastras las cadenas de mi pasado, espíritu de venganza de lo que fuimos… la otra es que te torne en letras, y mientras te lean, te fragmentes en pedazos disolutos repartidos entre tantos que no puedas ya regresar por mi cabeza.  Sí la primera es sueño, la segunda sería quimera. Pero ni una ni otra ocurrirán, ni hoy ni nunca. Por eso, te  escribo, a ti. A nadie más concierne esta hoja que confiesa todo aquello que te callé.  Y dado que pienso en este momento dejar de mentirte, tengo que empezar por decir que no me arrepiento.
     Aquella noche llovía mucho. Recuerdo que habías caminado, nadado, hasta la casa. Llegaste escurriéndote toda. En mi mente, a la luz de unos cuantos tequilas parecías derretirte. Me miraste asustada, supongo que pensabas que yo no debería estar ahí. Sonreíste inmediatamente, te quitaste tu sombrero vuelto paraguas, manchaste la sala con el lodo de tus botines y me besaste tiernamente en la frente. Mi primera confesión es que, en ese momento, yo sabía ya la verdad.
      Te vi caminar mientras tarareabas esa estúpida canción pop que siempre cantas cuando estas asustada. Escuché el agua de la regadera caer. Como si no hubieras tenido ya suficiente agua, me dije. Después vi el vapor salir de la puerta del baño… como si no hubieras tenido ya suficiente calor, me dije.  Mi segunda confesión es que para ese momento ya planeaba matarte. Imaginé cientos de veces como sería todo.  Entraría como si fuera a tirar una cagada, no sospecharías nada, me acercaría lentamente hasta la regadera y te atraparía entre las cortinas, acabaría con el oxígeno de a poco mientras que tú probablemente patearías hasta morir.  Entraría rápidamente, asustándote, viendo el terror en tu cara, la resignación en tus labios, la imagen misma del reconocimiento de que todo tu teatro se había caído, te empujaría contra los mosaicos, una y otra vez azotaría tu bella cara contra el suelo mientras los hilachos de sangre correrían hasta la coladera.  Esperaría hasta que salieras, con las toallas, una sobre la cabeza, la otra cubriéndote los pechos, te dejaría entrar al cuarto, sentarte sobre la cama, te miraría tomar la crema y dispersarla sobre tus brazos, te vería desnudarte de nuevo, y cuando yacieras con tu cuerpo limpio y tu conciencia cerda te atravesaría de lado a lado con el sable que me regalaste de cumpleaños.  Mi tercera confesión es que nada de eso sonaba lo suficientemente macabro como lo que realmente quería hacer contigo. Así que esperé y no hice nada.
     A la mañana siguiente, cuando preparábamos nuestra salida, te miré a los ojos. De nuevo sonreíste, sabiendo, pues sé ya que sabias entonces, que nada sería como antes. Te acompañé hasta la puerta y te dije adiós con un beso. El último beso que daría. Regrese, satisfecho hasta nuestro cuarto. Encontré, como si escondieras las pruebas, su teléfono. Llamé y su voz tranquila esperaba la tuya deseosa. Así que esperé y no hice nada.  Escondido de los espejos, aguardé tu llegada.
Entraste sonriendo, y los chasquidos de tus labios besando los suyos encontraron la manera de hacerse eco hasta la recámara. Me escondí tras la puerta del baño mientras ustedes se apresuraban a la cama. El revólver estaba a la vista, precisamente a la mano, en el secreter.  Sus manos ásperas y sus brazos fuertes te desnudaron con juvenil desesperación… tú, insoluta acariciabas sus piernas lujuriosa. Mi cuarta confesión es que disfruté verlos en la cama.
     Imaginé de nuevo lo que te haría. Saldría silencioso, mientras gritabas su nombre y les dispararía a ambos antes de que se dieran cuenta. No; saldría silencioso, y les apuntaría… les llamaría en un susurro, esperaría a ver sus ojos llenos de miedo y luego les volaría los sesos… No.  Nada era suficientemente bueno, nunca puede la ficción superar la realidad; Salté con un grito afónico y primitivo mientras hacía carrera contra la cama; él, tanto más joven, reaccionó de inmediato.

Hoy escribo por primera vez en años. Apenas puedo coordinar mis manos con lo que pienso. Aún no hablo. Tus gestos, que ahora recuerdo como en cámara lenta eran del terror más exquisito. No sentí dolor alguno, recuerdo empero el impacto, el calor… distingo en el recuerdo tu voz gritando mi nombre, tu cuerpo golpeando al suyo.  No recuerdo nada más. Mi quinta confesión, te aseguro, es que disfruté enterarme de tu huida.  Disfruté y aún disfruto saber que no lograron escapar.
     Me gustaría decir que fue todo planeado, pero fue destino, supongo, aunque truqueado. Supe  a unos meses de despertar del coma, que a él, lo habían condenado a la silla, y que tú, casi autista apelaste a tu salud. Hoy que saliste de ese manicomio, mujer; hoy que por primera  me visitas en esta cama, aún inválido, te confieso… jamás imaginé algo tan macabro.

viernes, 18 de marzo de 2011

Máquinas del hombre

¡Clack! El sonido explotó en eco. Unas cuantas luces pasajeras iluminaron apenas y furtivas las dos siluetas que recorrían con toda velocidad el campo. Las largas zancadas terminaron por acortarse y los hombres empapados en sudor bufaban exhaustos. Detrás el sonido metálico aún los perseguía. ¡Clack! un nuevo sonido o tal vez el eco los alcanzaba; la silueta más pequeña miró preocupada a su contraparte, el otro hombre a unos cuantos metros le sonrió rendido. Ambos frenaron su carrera por completo. El siguiente clack fue una indicación no acordada para que los dos sujetos desenfundaran sus armas.
                El sonido de las balas perforando el metal rompían la noche por completo. Primero uno y luego otro, los mosquetes vomitaron con furia centelleos anaranjados. El ciclópeo de metal no se detuvo; el chillido del vapor que le escapaba por las heridas parecía debilitar más la voluntad de los hombres que la fuerza del mastodonte. De nuevo, los dos hombres fatigados reiniciaron la carrera y apenas lograda la distancia cargaron sus armas; el destello seguido del rugido no se hizo esperar, la futilidad seguida de la herida tampoco. Sabiéndose vencidos los hombres tiraron los mosquetes con furia sobre al aparato indomable, el último clack cerníase sobre ellos mientras un fulminante chispazo los lanzaba a la oscuridad lejana.
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Esta es solo una de las muchas viñetas que pienso ir colgando. Originalmente planeaban ser una novela, ahora me gustan solo como cuadros en un mundo ficticio no del todo construido al que recurro constantemente para no caer en los fan fics 


lunes, 14 de marzo de 2011

Por Picacho

Ya a punto de llegar, pero sin estar ya ahí, entra la llamada -Sí, sí sé dónde está el Toks- No es de extrañar, hay cambio de planes. Siempre hay cambio de planes, es como parte del plan, al menos esa parte que nunca cambia. –No gracias, no, en serio, ya desayuné… gracias. Sí, anda, sí, está bien yo me termino tu desayuno, sí, gracias.-
              El abuelo pide una Coca con hielos. Al mesero le piden una Coca sin hielos- ¿Tiene hielos la Coca?- El mesero dice no con la cabeza. Todo bien, el abuelo toma un sorbo, -Está muy fría-. Al mesero le piden agua caliente; un chorro, dos -¿ya?- El abuelo dice sí con la cabeza.
             Todos los hyospitales son iguales. Peor aún, todas las áreas de cardiología son idénticas. Delante de nosotros en los asientos, un hombre escribe en su celular un mensaje, suenan tanto sus teclas; no es un mensaje me equivoco, es toda una novela. Llaman al abuelo para consulta. El hombre aún escribe; es toda una obra tonal, sinfonía telefónica a tiempo de desquicio, se traga la semicorchea pensando en si ese hecho lleva hache. Al abuelo lo mantienen en consulta tal vez le hagan hoy en eco. El próximo Quijote para extraterrestres se edita a una fila de distancia.
            Apenas empieza el día.

lunes, 7 de febrero de 2011

Preguntas inocentes

Apretó el puño y lo soltó contra la mesa. La sangre le subió a la cabeza en un torrente de ira. Respiró profundamente, se quitó los lentes. Leyó por tercera vez la nota, miró a su secretario. “Llama al asesor,” le dice en un tono a la vez irritado y rendido.

El hombre pasa su mano sobre la cara, recorre lentamente apretándose la barbilla. Las gráficas no le dicen nada, las tablas son un montón de números teóricos, de encuestas mal hechas, de entrevistas sesgadas. Acomoda los lentes en su lugar.  “...¿y dices que la corrieron?”  El secretario asiente con la cabeza.
Con las ojeras remarcando sus pequeños ojos, el Presidente se levanta lentamente de la silla. Mientras sale, a punto de apagar la luz, se pregunta a si mismo ¿Será relevante la pregunta?

lunes, 3 de enero de 2011

Los Comprados

1
El hombrecillo se quitó el sombrero y, por tercera vez aquella mañana, se rascó la cabeza. Miró el forro raído y tomó despreocupadamente una pulga que saltaba de un agujero al siguiente. Aquel sombrero lo había comprado hacia ya muchos años la primera vez que había tenido al mismo tiempo trescientos pesos.

2
Marcela vio salir a su marido y se le retorció el estomago. El último kilo de tortillas lo habían guardado para el desayuno, pero como Salvador empezaba jornada prefirió ella no comer. Ese día, como todos, caminó hasta la carretera, esperó a su comadre, y marcharon juntas hasta Cuernavaca.  Ahí en el centro ayudaba a la tía de su comadre, una señora tan arrugada por afuera como por adentro, que tenía ya fama con su comalito y le alcanzaba para pagarle a Marcela y su comadre veinte pesos.  Ese día, cuando ya entrada la tarde regresaba del brazo de su comadre por la carretera, le llegó un sopor inesperado y se desvaneció. 
Cuando despertó, una señora le echaba aire con un cartón y le preguntaba repetidamente si se había golpeado la cabeza. Marcela lo negó varias veces hasta que se dio cuenta que estaba metida en una camioneta, se sentó inmediatamente y gritó con todo pulmón que la bajaran, que no le hicieran daño, que la bajaran de nuevo, y así como por accidente reparó en que su comadre estaba sentada en el asiento del copiloto; la situación cada vez más extraña dejó en completo silencio a Marcela. La señora sentada a su lado se limitó a abrazarla, a decirle que todo estaba bien, y que la estaban llevando a un hospital.

3
El policía le devolvió su bolsa de papel. Le dio una palmada en la espalda y le sugirió que se acercara a la catedral, que probablemente el capellán le regalaría un pan y con suerte un poco de pollo.  El hombrecillo lo miró perplejo, este era el primer policía que le hablaba en mucho tiempo. -Ha de ser nuevo- pensó. Y caminó hacia la Catedral a sabiendas que el capellán no le daría nada, porque eran después de las cuatro, y para esa hora ya habían pasado por ahí el de Ayala y la Señora del Mercado.  Al cruzar la calle escuchó un pitazo y el rechinar de llantas, a continuación una serie de insultos sin orden desprendidos del conductor le recordaron que no había reparado en el semáforo, que antes no estaba allí, sino unas cuadras antes, hacia no tantos años, cuando él todavía manejaba.

4
Marcela no dejaba de llorar, no sabía si era de dicha o de desconcierto total. Tal vez lloraba por ambas razones. La señora que la había llevado le sonrió amablemente. Le dijo que sería maravilloso y que no tenía por qué temer. Marcela se limitó a sollozar.  Cuando le preguntaron donde vivía, tuvo su comadre que dar las indicaciones. Ya una vez cerca de la casita a medio construir la señora cuchicheó algo con el hombre que manejaba la camioneta. Se le acercó a Marcela y le pidió que llegara mañana, si se lo permitía su salud, a Cuitláhuac y 5 de Mayo.
Cuando Salvador llegó unas horas más tarde le besó la frente. Le entregó un kilo de arroz y se acostó inmediatamente el catre.  Al amanecer, después de prepararle el arroz a Salvador, Marcela comió un poco, caminó hasta la carretera y esperó a su comadre. Marcharon juntas para Cuernavaca. Aunque Marcela le insistió mucho, su comadre le dijo que tenía que irse al mercado, que por muy sobrina que fuera, igual y se quedaba sin sus veinte pesos.  Así pues Marcela llegó a Cuitláhuac y 5 de Mayo, tocó el timbre de la casa del portón verde y le abrió la Señora con su sonrisa habitual.
En menos de una hora, Marcela se sabía ya la casa por completo, se aprendió todos los cajones de la cocina, memorizó todas y cada una de las medidas de jabón para trapear la cocina y para limpiar los vidrios. Ese día comió por primera vez desde que era niña sopa, arroz y guisado. Cuando terminó de planchar, tocó tímidamente la puerta del estudio de la Señora y le avisó que ya había acabado con todo. La Señora la miró como aprobándola, le sonrió de nuevo, la abrazó y le dijo que le esperara un momento. Al poco regresó y le entregó un billete de doscientos pesos, al dárselos le dijo “Todo va a salir bien Marcela, guárdate ese dinero para el bebé. Mañana llegas temprano porque si no, no hay quien te abra”
Esa tarde, cuando Marcela llegó a su casita, se topó con Salvador, se temió lo peor, ahí tan temprano… seguramente lo habían despedido. Estaba ya a punto de sacar el billete y decirle que todo iba a estar bien, que ya podían terminar la casa, que además iban a ser padres, cuando vio la sonrisa enorme en su cara.

5
Cobija en mano, el hombrecillo se apresuró Yatepec, en una pequeña equina donde nadie lo molestaba nunca. Se acurrucó entre la pared y el farol fundido e intentó conciliar el sueño. Al rato de estar ahí tendido se le enfrió todo el cuerpo, empezó a toser sin respiro alguno y no logró dormirse hasta bien entrada la madrugada. Cuando el sol apenas calentaba el ambiente fresco, el tronido de un motor lo levantó de pronto. Era una camioneta grande y negra. No era ni tan grande, y por alguna extraña razón no le pareció tampoco tan negra, como la que hacía tantos años lo había recogido cuando trabajaba en una construcción en Arteaga. Ese día su vida había cambiado por completo, tanta había sido su suerte que el día se le había quedado grabada en la memoria como pocas cosas. Su Mujer se había sorprendido de verle tan temprano, le dijo que todo estaría bien y que serían padres… él la abrazó con fuerza, le dijo que claro que todo estaría bien, pues tenía un nuevo trabajo, le iban a pagar lo que nunca, terminarían la casita y al hijo, porque iba a tener un hijo, no le faltaría nada.

6
La primera vez que Marcela no se pudo parar por los mareos matinales fue también el primer día que vio a Salvador llorar. Su marido, desde aquella tarde en que llegó con su nuevo trabajo a cuestas, era otro. Esa mañana, mientras tomaban el desayuno, Salvador la miró con unos ojos henchidos y rojos, le susurró algo así como perdóname. Y luego salió de la casa demasiado agitado como para responder a qué hora regresaba. Esa tarde la Señora llegó preocupada, le dijo a Marcela que mejor fueran al Doctor y no regresó sino hasta bien entrada la noche. Salvador por su parte no había regresado. Tampoco regresó al día siguiente, ni al siguiente. Cuando por fin se apareció  tenía la cara demacrada, olía a tierra, sudor y sangre rancia. Marcela lo quiso regañar, pero se limitó a lanzarle una olla rota, Salvador la esquivó apenas, se le acerco de apoco. Le pregunto cómo estaba su hijo, le prometió que nunca dejaría que le pasara nada malo, y la besó.
7
El hombrecillo se sacó las botas, miró sus calcetines negros y rotos, los volteó para encontrar un escenario idéntico y se los volvió a poner junto con las botas. Caminó hasta el parque de Borda, se sentó en la banqueta y estiró la mano. Uno y otro transeúnte le ignoraban, alguno que otro le lanzaba una mirada displicente y algunos menos le dejaban una moneda sobre la mugrienta mano. 
A las pocas horas se le acercó una familia, el hombre tenía la espalda ancha, andaba en botas, tenía manos arrugadas, era sin duda trabajador; la mujer era de tez cobriza, de ese moreno bonito que atrapa a los hombres de todos lados, entre sus brazos un pequeño bulto en una cobija a cuadros. El hombre lo miró de cerca, le dejó una moneda de diez pesos y una charola de unicel, al darse la vuelta pudo ver el hombrecillo, colgado al cincho, un revolver.  El hombrecillo gritó despavorido: -¡No me mates Cazón, no me mates! ¡Ándale Cazón dame tres días, dame tres días Cazón, que te cuesta! ¡Cazón no me mates Cazón!- y a continuación hecho ovillo sobre la banqueta lloró desconsolado.


8
Marcela aún no se acostumbraba a cargar a su hija fuera del vientre. Se sentía a la vez más liviana y más débil. Se sentó en el catre y prendió el televisor. A esa hora a donde la cambiara estaban las noticias.  Salvador llegó de repente, el enfrenón de la camioneta despertó a la niña que lloró inmediatamente. Con la camisa empapada de sudor, Salvador entró corriendo al cuarto. Miró para todos lados. Marcela le preguntó mil veces qué pasaba sin encontrar respuesta. De pronto se escuchó otro enfrenón frente la casa.  Salvador  desenfundó una pistola que traía escondida, Marcela le preguntó algo que se perdió entre los griteríos de afuera… ¡Órale Salvador no nos la pongas difícil! ¡Salte deáy Salvador!  Después cesaron los gritos, solo el llanto de la pequeña niña hacía eco en la casita recién terminada. De súbito entraron dos hombres, pistola en mano por la puerta, por la pequeña ventana del cuarto se asomó un tercero.
-Ándale Salvador, quien te viera todo casadote- restalló un hombretón de espaldas anchas- ¿Qué no nos vas a presentar con tu señora esposa?
-Cazón, dame tres días más Cazón, que te cuesta- farfulló Salvador entrecortado por la respiración nerviosa- Tres días más y te tengo lo que perdiste por mi culpa.
-Mira Salvador no nos hagamos pendejos, lo que perdí por tu culpa no lo sacas ni en un año… pero mira, yo veo que eres padre y esposo. Tienes que cuidar a la familia, y pues, pos ora eres hombre buscado Salvador. Mira, hagamos esto, yo te protejo a tu bebe en lo que tú me consigues mi dinero y todos salimos ganando ¿te gusta, o te gusta Salvadorsito?
Marcela miró devastada a Salvador. Uno de los hombres se le acercó para arrebatarle a la bebe de los brazos. Marcela lo pateó con todas sus fuerzas, pero fue inútil. El hombre tomo a la niña que no paraba de llorar. Salvador guardó el revólver  -Cazón, yo te tengo tu dinero y tú me devuelves a mi niña- dijo lo más sereno que pudo.
-Pos si eso no está en duda verdad, lo que está en duda es cuanto te me vas a tardar Salvador-

9
La enfermera terminó de tallarle los brazos. El doctor anotó algunas cosas en una pequeña tableta y salieron ambos de la habitación. El hombrecillo se miró en el reflejo de la bolsa de suero que colgaba sobre su cama.  Tenía la mirada perdida. Esa noche mientras intentaba conciliar el sueño, escuchó el llanto de un bebe en la habitación contigua… la memoria no se hizo esperar, hecho un ovillo sobre el pequeño colchón, gritó en sollozos que se tornaban alaridos ¡Perdóname Marcela, perdón… perdóname nenita perdón perdón perdón perdópperdoooperjo… Marcela yo no sabía para que querían a mi niña!

sábado, 1 de enero de 2011

Los primeros de enero...

Los primeros de enero casi siempre me siento triste.  Para empezar me suele amanecer entrada la tarde, y para terminar suele la tarde recordarme a media penumbra que el año nuevo y el viejo es la misma tela con otro corte.
Supongo que tiene que ver también el hecho de no hablarte. De que las palabras se queden en el estomago, revolviéndose constantemente para decirme que no tiene sentido alguno salir cuando adentro es tan cálido y conocido.
Los primeros de enero les digo, tienen ese algo que me invita a la vez  salir de la cama y vestirme para la mejor ocasión, y regresarme bajo la colcha con la pijama rota y una sudadera vieja que uso en los meses de frio.  A lo mejor es como dice mi prima y es que el año aún no empieza, que los años empiezan el segundo… será que el primero es como esas veces en que no sabes bien si estas aún dormido y soñando o si solo, apenas despierto, transformas las luces y sonidos en elementos oníricos de la más real magnitud…. Ha de ser que el primero de enero es como cuando no terminas de morir y ya estas renaciendo, ese limbo absurdo que te deja con nostalgia y te llena de expectativa, y luego además, encima tienes el peso de recordar todos los otros limbos, los otros primeros de enero, donde con verdadero ahínco pusiste los propósitos en charola de plata con guardias reales a su lado protegiéndolos de la adversidad, para después leerlos y reírte, de haber escrito lo mismo la ultima vez, y solo haberlos cumplido a medias.

Los primeros de enero casi siempre me siento triste. Será que así fueron los otros y, por costumbre, no tiene sentido alguno salir.