miércoles, 12 de diciembre de 2012

Lentes y palabras


Disimuló lo mejor que pudo.  Caminó rápidamente hasta la esquina, se detuvo en seco, levantó las manos, ajustó con el índice y el pulgar, aguantó la respiración, presionó, dos, tres, cuatro… Meditó. Había calculado todo mal pero sabía, solía creer que sabía de antemano, que la suerte estaba ahí, amarrada por una extraña cadena de coincidencias amagas.
   Hizo aquella fotografía en un estado deplorable. No era necesario revelar nada, en el mismo instante supo lo que tenía que hacer. Había salido sin ponderarlo demasiado, tomó una chamarra, el día gélido amenazaba con una lluvia convenientemente dramática-pensó. Decidió dejar la bicicleta, ignoró los pitidos de taxis que buscaban pasaje, esquivó apenas la ola que el autobús dejó a su paso.  No recordaba el nombre de la calle, ni si quiera sabía el número, pero jamás olvidaría el camino a ese maldito lugar.
    Se frenó en la rotonda, observó sin disgusto y sin contento.  No entendía por qué la ciudad no comenzaba a esconderse ¿por qué no se meten debajo de sus camas? Lo gritó sin querer, las miradas del parque indiferente le recordaron por qué tomaba fotografías, por  qué eso y no cualquier otra cosa… Les miró las facciones retorcidas, la máscara impávida que escondía vergüenza, miedo, incluso compasión desatendida.  Caminó dos cuadras más, se equivocó; regresó, observó detenidamente. Miró a uno y otro poste ¿una vuelta más? ¿Una calle más? Se decidió por la cuadra del teatro.  Caminó, sus manos habían bajado instintivamente hasta su cadera.  Reconoció primero el café de enfrente, el lugarcillo que aquella tarde le había parecido acogedor hoy no era más que otro patético intento de una vieja-Europa; se le contrajo el estómago. Miró el edificio, ignoraba el número, pero no fue necesario buscarlo en la memoria. En el segundo piso, en un medio balcón sucio, lo vio. Tenía en las manos una taza –de té, supo inmediatamente- el tatuaje azulvioleta se asomaba por debajo de los tres cuartos de manga de una camisa arrugada y gris; los jeans eran de ese tono usado y roto –pero supo que eran nuevos, que el desgate fabricado- usaba esos ridículos zapatos cafés sin calcetines –y no pudo esconder el sonroje-  Y  ahí, en medio balcón, a su lado, observó a la mujer que lo acompañaba. 
   Disimuló lo mejor que pudo.  Caminó rápidamente hasta la esquina, se detuvo en seco, levantó las manos, ajustó con el índice y el pulgar, aguantó la respiración, presionó, dos, tres, cuatro… Regresó a casa, había hecho la travesía casi a nado, no le había importado nada sino salvar el rollo; se refugió en cada café y librería,  debajo de los locales que más asco le dieron. Entró a la casa, se desvistió, se secó el cabello. Entró al cuarto obscuro.
-¿Quieres una lista de lo que te van a preguntar?-  Había sido su amigo por-quién-sabe cuánto tiempo, pero aquella no era una pregunta de amistad. A diferencia de ella, él parecía poder cambiar sin mucho esfuerzo de las charadas cotidianas a esa voz de negocios tan gastada y grave.
-¿La lista de lo que voy a dejar que me pregunten?-
-Te van a preguntar lo que quieran, lo tuyo será responderlas o no… -
-Anda… ¿qué estupideces quieren saber? ¿Cuánto tiempo nos vimos? ¿Si sabía yo desde el principio?-
-Sí… y también quieren saber si alguna vez te mintió, si intentó engañarte… si el muy idiota pensó que no lo conocías. A parte de lo común.-
-¿Lo común?- Se quedó callada un momento, lo comprendió de golpe, enrojeció, la garganta se encendió casi al tiempo que su mirada.   –Quieren saber cuántas veces al día cogíamos ¿no? Las posiciones… si era un puerco  ¿Por qué no de una puta vez me lo dices? Por qué no me lo dicen de frente todos, carajo.-
  La sala se sumió en un silencio incómodo.  Fotografías, se recordó, lo mío nunca han sido las palabras.  Sonrió por fin.   –Está bien,- le dijo – llámales, acepto la entrevista; sólo espero que no se les ocurra preguntarme cuál es mi apodo en la intimidad-
-¿Tú intimidad?- preguntó él sinceramente, observó el cuarto y las imágenes colgadas en cada rincón -¿qué intimidad, niña? 
37.4.5
P.Z.
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Coordenadas es un proyectó que abandoné hace tiempo, pero nunca está de más recuperar un poco. Tal vez, después, regrese con la idea, aunque me dedique a trabajar con las coordenadas que me dieron hace tanto tiempo y que están acumulando polvo virtual. 
...para que veas que te quiero.  
  

viernes, 10 de agosto de 2012

Otoño en Primavera

El 3 de agosto de 1998 en el comedor de la casa #14 cerrada Almendros, privada de Toulouse, murió desangrada Juliene Medina.
Pedro Saltillo de Casseres líder de opinión y cabecilla fundamental del movimiento por la Paz de los Pueblos fue visto por última vez a las afueras de la Ciudad de México la madrugada del 5 de agosto.
 El último registro que se tiene escrito del Dr. R. Pérez Bibon, firmado a las 21:35 del segundo de agosto, es un parte médico sobre un tal Federico Saltillo.  El Doctor murió en un accidente de tránsito, causado, según los peritos, por un aneurisma que habría cegado al octogenario obstetra quien estrellare su auto contra la pared de contención el tres de agosto a las 06:00.  El documento apenas establece: “...se encuentra en perfectas condiciones para viajar sin necesidad de mayores consideraciones que las normales…”
Primo Raúl Acerves Soto encontró el cadáver de Juliene Medina la mañana del nueve de agosto. Informó a la policía. Esperó pacientemente la llegada de las autoridades. Respondió a todas las preguntas y regresó perturbado a su cuarto alquilado en la colonia Roma. Habría llegado por mera casualidad hasta aquel casón mientras buscaba sujetos para un estudio fotográfico urbano. Le había perturbado el olor que la casa expedía, le había intrigado la diminuta rendija entre la puerta y el marco de una entrada trasera. Se encontró inmediatamente con la turbulenta sensación de que algo malo había pasado en ese lugar. Cuando la policía le había cuestionado sus motivos, contestó que estaba buscando un buen escenario. Cuando la policía increpó si Primo Raúl Acerves Soto había estado anteriormente en ese lugar respondió que no. Al amanecer del 10 de agosto, sobresaltado, Acerves Soto, se levantó sudando frio.
En la tarde del nueve de agosto, la Policía Federal encontró un Topaz, Ford, color blanco.  El auto carecía de placas y el número de motor había sido tallado hasta ser irreconocible. Dentro del automóvil, encontraron inerte a un recién nacido. El forense determinó que el bebé habría tenido menos de diez días de edad y que la causa de la muerte había sido hipotermia.
El primero de septiembre de 1998, fue hallado en un terreno baldío de la colonia Héroes de Padierna, el cuerpo mutilado de Pedro Saltillo de Casseres. 
El 4 de septiembre a las 15:30, Acerves Soto se presentó en el Ministerio Público. Llevaba consigo una maleta con las fotos que había tomado la noche del dos de agosto. En su premura por evitar problemas cuando le interrogaron el nueve de agosto, obvio el hecho de que, la noche del tres había pasado por la cerrada Almendros en su bicicleta, probando una nueva función de su cámara digital para el movimiento.
A las 19:45, a una cuadra del Ministerio Público murió desangrado Primo Raúl Acerves Soto. En su maleta se encontró solamente la fotografía de un militar haciendo guardia frente al #15 de la cerrada Almendros, privada Toulouse.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Penumbra


No pudiste con tu núbil deseó a flote
exclamar sino una sílaba precisa.
Dulce nota de un sí entre suspiros,
desgajados poco a poco por caricias.
No alcanzaron las miradas más profundas
encontrar en nuestras almas un resquicio
que no pulsare nuestros cuerpos con locura.
Prendidas una a otra nuestras vidas,
abandonados al fin de de la palabra
Dejamos que el mar nos engullera.
Las olas nos rompieron en dos partes
tensando nuestros muslos y caderas.
En pedazos, dispersos por la arena,
nos fue rehumedeciendo la marea
para hacer con los resquicios cuerpos nuevos.
No alzaron astros albas luces,
se escondieron envidiosos de mi sino,
cegados por tu febril sonrisa;
invitación ladina a tu recién tesoro.





sábado, 28 de julio de 2012

Oneirokritis



Me sobé el cuello lentamente. Parpadeé varias veces frente a la página en blanco. Cerré los ojos una vez más y vi inscrito en mis párpados una oda en un extraño idioma que desfilaba imponente hacia mi nariz. Instintivamente moví la mano hacia la cara sospechando un ataque literal de sinusitis. La comezón me invadió inmediatamente, la marcha incesante de los versos agujaba sin tregua mis fosas nasales… estornudé con violencia épica.
   Sentí un alivio, pero exangüe. Me asaltó de inmediato la sospecha de que, en la distancia que mediaba entre mi boca y el escritorio, volaban sin rumbo y con destino catastróficos una heroína, un conflicto universal y un giro copernicano de la literatura. Con aspavientos propios de un lelo ahogándose, estiré mis brazos adelantando las manos encogidas como canastas para atrapar mi opera prima.
  Apenas noté el rocío en mis dedos, la desesperanza me inundó. Había apretado durante tanto tiempo y con tanta fuerza mis párpados para no perder nada más que, oprimidos, personajes secundarios y tramas alternas habían liderado una revolución. Por mis lacrimales corrían ríos enteros de tinta y discurriendo hacia una caída libre desde mis pómulos se escapaba la profecía que habría guiado mi relato.
  Sin otro remedio y con la ilusión perdida recurrí a la fe sin pensármelo dos veces. Tomé el paño que guardaba en el primer cajón, lo acerqué a mi rostro, lo presioné contra mi faz y juré por todos los dioses cuyos nombres aún no se borraban de mis sienes que dejaría constancia de sus vidas.
  El trapo se empapó en un instante. Me atreví ingenuamente a esbozar una sonrisa discreta; lo pagué caro. El paño se calentó con una rapidez sorprendente, el llanto evaporado solo dejó la sal en forma de letras que me pusieron en claro el panorama de la historia. Las contemplé por un segundo cuando, de pronto, tronó el techo. Al levantar la vista me cegó una luz intensa. Ofuscado vislumbré una escena de ensueño: Una tormenta miniatura azotaba la geografía de mi estudio, navegando en dirigibles del tamaño de un ratón, un inmenso contingente de soldados renacentistas minúsculos guiaban una purga malsana entre mis borradores.
  Sus crueles cazadores parecían conocer mis archivos a la perfección; les vi prender fuego a párrafos específicos, erradicar con golpes de cañón anotaciones en los márgenes de una servilleta, apuñalar cruelmente una línea de tiempo que había trazado alrededor de una postal. En algún momento de la infame masacre rugí con desesperación. Me abalancé sobre las figurillas que se aprovecharon de mi torpeza para hacerme tropezar y caer de bruces. Rodé sobre mi propia alcoba sintiéndome vencido y fue entonces cuando la vi.
   Rodeada de un escuadrón veneciano, calzada en cuero, vestida en lana, armada en bronce, mi amazona luchaba sin respiro. Uno a otro esos inútiles defensores de la Nueva Era se abalanzaban sobre la guerrera profiriendo los más sórdidos insultos. Haciendo caso omiso, por disciplina o ignorancia, mi heroína rechazaba embiste tras envite. Uno a uno los soldados cayeron ante la toga manchada de sangre. Obviando el ridículo que podría representar para cualquier espectador, vitoreé con fuerza, aplaudí como un niño cualquiera y asomó en mi interior un resquicio de esperanza.
   A mi alrededor batallones, más, regimientos, llevaban a cabo su infame tarea. Me armé de valor y me puse a gatas, me arrastré por el campo de batalla buscando con ansias mi pluma fuente. La hallé protegida por un landwher prusiano que la reclamaba como botín de guerra. Se las arrebaté sin demasiado esfuerzo y me puse a trabajar.
   Escribí escuetamente el nombre que rondaba en mi memoria. Tracé los límites del imperio que pudo haber sido. Reparé en como mis dibujos iban tomando dimensiones. También el ejército enemigo se percató de mis esfuerzos. Relaté rápidamente la historia de los elamitas y de cómo construyeron su reino alrededor del Pozo Infinito en lo más árido del Desierto Eterno. Apuntalé sin vacilar el linaje de Alcíbia, nacida del Odio y la Esperanza. Y mientras mis párrafos tomaban forma, murallas diminutas proyectaban sus imponentes sombras ante las huestes modernas. No supe que pasó después de que escribiera: “entonces de las entrañas de la esfinge tomó Alcíbia lo que por derecho era suyo y montó en el grifo que había nacido en el cenit de la batalla…” Un ensordecedor estornudo hizo retumbar mi estudio y me privó de mi último sentido.
   Cuando desperté sentí todos los músculos entumidos. Me dolía especialmente la diestra y noté sin demasiada sorpresa el desastre que era mi cuarto. Caminé lentamente hasta mi escritorio, me senté frente a la página en blanco y me sobé el cuello lentamente. 

lunes, 23 de julio de 2012

Brettaniai

-Pasarán cien años… ¿lo entiendes? Yo estaré muerta y pasarán cien años.-
Se tumbó en la cama de pasto que había crecido en las últimas semanas del verano tardío. Por gracia o por instinto había dejado reposar su cara al somero cobijo de un abedul. Se retorció un poco al sentir la picazón de las agujas verdes rozarle los brazos y no paró hasta que el último esbozo de la única nube en el horizonte hubo desaparecido.
Me senté a contraluz y le pedí que me contara sus sueños.
-Estoy en medio de una isleta, - dijo con la voz propia de los durmientes – La isleta corona la cima de un monte, pero no lo toca. Sobre mí flota otra isleta y de su borde cae un río variopinto que me moja los pies. – En ese momento interrumpe su discurso y ríe mientras mueve distraída sus piernas.
La cálida tarde recibe con gusto una brisa fresca que alborota las ramas del abedul. Ella aprieta sus brazos contra el cuerpo y se arropa en una manta imaginaria.
-La isleta se mueve en el vaivén del viento y pronto la cascada me empapa hasta la cabeza. Intento alejarme de la copiosa caída pero la tierra cimbra y temo caer.  Sé ahora que está amaneciendo. No sabía que era de noche, pero sé ahora que está amaneciendo. Caigo en la cuenta de que ya no hay monte debajo de mi isleta, y ahora que lo pienso tampoco estoy en una isleta. Me encuentro sentada en loto sobre una columna de mármol y me veo de reojo, como en un espejo… Me veo y no me reconozco, sé que soy yo, pero soy otra.-
           La veo erguirse de su lecho y, sin saber por qué, me da un escalofrío. Se acerca con pasos delicados y me percato de que no hay sonido alguno. El viento agita sigiloso las ramas, un ave canta sin voz y yo ahogó un suspiro.
Se sentó encarando al sol, sus ojos verdes destellaron al pasar los rayos.
-La columna se hunde en la arena con un plácido movimiento. Ando descalza sin sentir el bravo sol bajo mis pies.  Hay una sombra, pero no hay nada que la proyecte. La sombra es tu perfil.-
La sentí acariciar mi mejilla e intenté moverme, pero no pude. Su tacto terso se me antojó pastoso y vi entonces que de sus manos brotaban hojas. Me besó la frente y me rendí ante el candor de sus labios. La escuché sollozar y sentí de pronto la corriente de un río policromo empaparme el cuerpo.
De sus ojos emanaba la fuente, y de su boca un susurro…
-Pasarán cien años… ¿lo ves?-

jueves, 21 de junio de 2012

Cómo dejar de querer en doce sencillos pasos.

***Nota: Esta entrada nació originalmente como una serie de trinos. Antes de empezar a escribirlos divisé dos problemas: a) en la madrugada menguan los lectores, b) por la estructura del TL, la lista quedaría a futuro con el 12 por delante, arruinando el proceso.  Por esos dos motivos decidí publicar la lista aquí, sin embargo, mientras la leía, y pensando en el incrédulo lector, decidí desarrollarla a fondo***
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I
Quiera, quiera mucho. Ame desmesuradamente. Pruebe los límites de la razón; definitivamente traspase las fronteras de lo decente. Quiera hasta drenarse.  La adolescencia y la juventud temprana son épocas especialmente favorables, pero se ha sabido de casos tardíos igualmente devastadores.  Tome por ejemplo los dramas clásicos y agréguele la virtud –o la mera necesidad moderna de responsabilidad cívica- de sobrevivirlos. Aderécelo todo con nociones nocivas sobre el amor, la cinematografía ofrece un rico repertorio.
II
Entre en razón. Sin esfuerzo irá notando que, tras el tórrido inicio del amorío, las cosas llegarán a un límite. Dejará de querer, verá que es imposible querer cada día más. Sentirá un hastío ignoto. Solucionará este problema –de no hacerlo no comprendió del todo el primer paso- Empezará a querer diferente; tanto que no será lo mismo…
II·
Espere lo inevitable.
III
Recuerde amargamente tiempos mejores. Colóquese en su lugar favorito –si no tenía uno elija con prudencia; regresara a él- para llorar o tragarse el llanto. Fíjese en que la privacidad se adecúe a sus necesidades de a) sinceridad y b) necesidad de atención.
IV
Acepte que no fueron tan buenos.  Lograr este paso tal vez requiera de [mucho] tiempo. Los expertos recomiendan platicar consigo mismo frente al espejo, platicar consigo mismo ante la pantalla de la televisión, platicar consigo mismo ante la ventana de su red social de preferencia. Los expertos no recomiendan platicar con la policía desde el vano de su ventana, tampoco son partidarios de platicarlo en la cocina frente al refrigerador.
V
Haga un listado de sus seres queridos. No escatime, familiares, amigos y exnovios que aún roben espacio.
VI
Elimine todos aquellos que lo sean por accidentes geográficos temporales. Aquí no escatime, dé una revisión rápida por sus “amigos de la infancia”. Tache sin remordimiento followers y fans. Sonría mientras escribe el nombre de ese integrante del grupo íntimo de amigos que, en su opinión, llegó de la nada y sin ningún buen motivo, pero se quedó por una cualquier circunstancia.
VII
Acepte que aquellos que ha dejado, también son accidentes geográficos temporales. Recuerde con afecto como, por ejemplo, su mejor amigo llegó a usted en un momento de total desesperanza. Reconozca que antes de esto su amistad se había limitado a compartir el pupitre en la secundaria o preparatoria. Tome por ejemplo el caso de su primo favorito, persona a la que jamás hubiera dado entrada a conocer si no fuera porque pactó su relación entre los 14 y los 18 meses compartiendo gusanos en las masetas del casón de su abuelo.
VIII
Recuerde amargamente tiempos mejores. Una vez entendido que todos esos quereres van y vienen, pregúntese por cosas como a) sinceridad y b) necesidad de atención –tanto de aquellos como suya- Regrese a ese cómodo lugar para llorar.
IX
Reconsidere; fueron mejores de lo que creía en el paso 4. Lloré o tráguese el llanto, pero sufra. Imagine medios por los cuales podría demostrar que es usted mejor persona. Que es mejor amigo.
X
Racionalice, dados Paso 6 y 7, sus seres queridos no pueden recuperarse. No importa cuánto lo intente, recuperar una relación es el conjunto de las peores opciones de una relación: a) es empezar de cero pero b) sabiéndose todas las triquiñuelas.
XI
Recuerde que se drenó en el paso I.  Busque en sus reservas, de quedar algo intacto -ignore a su mascota y a su abuela- indicaría que ha hecho usted algo muy, muy, muy mal en el primer paso.
XII
Evítese la pena.



miércoles, 13 de junio de 2012

Amor non tenet ordinem.

Estaban sentados a la mesa, uno enfrente de otro, tan cerca que sus rodillas se tocaban, pero no se veían uno al otro; no podían, eran bizcos.
El hombre miraba, sin poder impedirlo, hacia la mesa de su derecha.
La mujer miraba, sin poder impedirlo, hacia la mesa de su derecha.
Acostumbrada la pareja a no poder verse de frente procedieron a sentirse las manos con las manos y a recurrir a sus voces, que eran además muy bellas.
La mesa de la derecha, desde donde veía la mujer, la ocupaba una joven alta y morena que movía los labios al compás de una conversación que no se escuchaba.  La mesa de la derecha, desde donde veía el hombre, la ocupaba un joven apuesto y pálido que movía sus brazos al ritmo caótico de una conversación que no se escuchaba.
Mientras miraban las mesas allende, sus voces discurrían ajenas a las imágenes. Ella le hablaba a él sobre la mañana, sobre las nubes lilas en el cielo cobalto. Él hablaba acerca del recuerdo de su padre, del reloj antiguo que portaba en la muñeca. Al tiempo que se hablaban, sus manos se recorrían, un par al otro, siguiendo caminos surcados por el tiempo y la costumbre.
Cuando ella hablaba, él veía al joven. Miraba discretamente sus labios, dos líneas tersas y rosadas, las veía moverse en una precisión extraña entre bocado y bocado de la gelatina de moras que tenía enfrente. Cuando él hablaba, ella veía a la joven. Miraba con mesura los ojos grandes y verdes que dominaban brillantes su cara afilada. En tanto ellos veían a los otros comensales, escuchaban lejanas las voces del que tenían enfrente. Y mientras más lejos escuchaban las voces, con más fuerza se aferraban las manos.
Él movía sus pulgares, acariciando con dulzura esa parte de la mano que no es aún índice ni palma. Ella recorría firme los nudillos del anular y del medio. Entretanto hablaba ella sobre una tierra salvaje e inconquistada, él miraba fijamente la nariz recta del joven cenando a su derecha. Así, cuando él hablaba de la pieza de ajedrez de ónix que se había quebrado el día anterior, ella dejaba sin descaro descansar sus ojos en el vientre plano de la morena.  Durante su esquiva escucha y su mirada atenta, sus manos listas, lisas, seda bailaban en trance sobre palma y dorso, y muñeca y carpo.
Por fin se levantaron impúdicos de sus asientos, los dedos de él buscando las piernas de ella; los dedos de ella buscando el pecho de él. Él dijo unas palabras mientras veía la mesa ajena. Ella dijo unas palabras mientras veía la otra mesa.
Ya no lo escuchó ella. Ya no la escuchó él. Caminaron sin reparos a la mesa de su derecha y extendieron sus brazos y prendieron ella a ella, él a él. Y durante un segundo no hubo más que ver pues con los ojos cerrados: Ella la besó; Él lo besó. Los ojos verdes parpadearon y se dejaron llevar por el dulce sabor de una voz salvaje y silenciosa. El ritmo caótico de los brazos fue recíproco y se asió justo encima del reloj antiguo. Los cuerpos se unieron al tiempo en cada lado de la mesa. Ella veía en una luz lila y de cobalto como él besaba. Él veía quebrarse bajo el beso apasionado de ella a la joven ónix.  Ella buscó con los dedos el pecho de ella, los dedos de él buscando del otro las piernas.

domingo, 20 de mayo de 2012

Aula I

Valeria parpadea muchas veces por segundo; tal vez dos o cuatro. Entre los relampagueos claros mira con ojillos sorprendidos –o ausentes- a los oradores.
      Me gusta que su fleco corto y recto encuadre su nariz pequeña y enaltezca sus pómulos curvados.
      No habla mucho, pero cuando lo hace dice poco. Asumo que compensa por las horas que se leen en su cabello cobrizo, rizado y largo.
      Valeria parpadea muchas veces por segundo, y parece que no escucha cuando cierra los ojos. Digo que no escucha porque cuando parpadea sonríe y me entretiene tanto su sonrisa, que cuando Valeria parpadea, yo no escucho.

jueves, 22 de marzo de 2012

Consulta


“Suponga que esa tensión sexual se puede oler, “propuso el terapeuta “¿A qué huele?”

                En ese momento, un bólido atravesó el cristal, rodo unos metros por el consultorio y explotó en una fragancia de pimienta y naranja.

La paciente despertó inmediatamente, le lloraban los ojos y pudo ver, aunque borroso, como dos hombretones gigantescos le arrebataban la licencia a su psicólogo mientras uno tercero le quemaba el título sobre el basurero.

“Doctor, “dijo casi compungida “la verdad es que no me arrepiento.” 

domingo, 11 de marzo de 2012

La caída del espejo.



La caída del espejo fue completamente accidental.
     Parece tonto, pero creo que es importante decirlo, aquel no era mi objetivo.  Entiendo que no hay ya ningún proceso apelativo pero, por mi alma, para que lo sepa mi madre… la caída del espejo fue completamente accidental.
    El sol estaba por alumbrarlo todo. Se me había hecho tarde, aún tenía que alimentar a los gatos…Por otro lado, el sol aún no alumbrara la totalidad del estudio; solo ahí pude esconderme cuando escuché los pasos.
    Aquella no era hora alguna para andar sonando andadas y, por eso mismo, sola como estaba la casa, el eco no pudo sino agregar a mi sobresalto. Los pasos aún se escuchaban ahogados, por lo que, pensé, aún estaba en el recibidor; tendría al menos unos minutos para salir de ahí.
   Me disponía a huir por la puerta lateral que conectaba con la recámara. Inmediatamente comprendí mi error: mis pasos, aumentados por el mismo eco que aumentara los suyos… El silencio siguiente fue abrumador y bastante estúpido. Ahí comenzó el pandemonio, en medio de la casa vacía se hizo movimiento.
      Yo sé que lo saben. Me lo han escuchado mil veces ¡pero necesito que   me crean!
    Lo escuché subir las escaleras en una carrera loca, yo corrí a la vez con el alma en vilo, aferrándome al espejo como nos enseñan en la escuela; pero la carrera era difícil, las lozas lubricadas por la sangre eran imposibles de vadear.  Al llegar al pasillo central, pasó lo inevitable. Su figura inmensa bloqueó toda posibilidad de sombra, era una luz intensa, un todo luminoso concentrado.
     No me cegó la luz, me inundó, me asfixiaba, todo entonces fue inmediato; abrí la puerta más cercana y entré sin pensármelo dos veces. Era el baño, ese claustrofóbico lugar privado iba a ser mi tumba, entonces vi el espejo, aún en mi mano, seguro –sostenido con el puño, protegido con el pecho-
     Tienen que entender que no tuve opción, arranqué el toallero, solté el espejo y le golpeé con fuerza; una y otra vez lo golpeé, y una y otra vez la luz bajo la rendija de la puerta parpadeó. Roto, completamente destrozado, cada fragmento un sinfín de reflejos deformes.  Ya no había luz sino por el sol naciente.
      Así me encontraron ustedes. Tienen que entender que la caída del espejo fue accidental ¿Qué iba a saber yo sobre Dios esperando en el Infierno?
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Este va dedicado a Morfin, primero porque su imagen fue lo primero que me cruzó con el ejercicio dadaísta y en segundo lugar por constantemente molestarme por no escribir nada.