miércoles, 24 de septiembre de 2014

A Silvye, un interludio.

Mirar atrás por más corto que sea el pasado implica jugar con Legos, reconstrucción lúdica o nostálgica. Tuve que dejar las cartas, tenía gente presente con quien compartirme en tiempo real, sin ediciones, mediciones o charadas. He intentado retomarlas. Los esbozos se han quedado a medias, subproducto de la voluntad gastada.
            Regresé con algunos planes que no concretaron; que no concreté. Equivocarse de tren, por mucho que implique llegar al otro lado de Suiza no es tan penoso como no saber qué hacer una vez alcanzado tu destino. Creo que mi escapismo consistió en la simpleza de mis maquinaciones: dormir cada día bajo un techo distinto, mantenerme en movimiento sabiendo la ruta, llegar con el objeto de irse.
            Mientras pedaleaba por carreteras extrañas la gente se sorprendía de mis herramientas magras –tú sabes la cara que pusiste cuando te conté en aquel tren que viaje por los Alpes con una bicicleta plegable- Lo dije entonces, lo repito ahora: fue un ejercicio más de voluntad que de piernas. Pero tú y otros más creyeron ver en eso una aventura. No estoy seguro que la palabra quede, no me aventé tanto como que me dejé caer; el movimiento mecánico me llevaba de un lugar a otro, solo me era necesaria mi voluntad. Pero la vida real, la cotidiana, no es una carrera de voluntades sino, más bien, un torneo de resistencias.
            Hay que resistirse a lo cómodo y a lo mecánico, hay que resistirse al miedo de la incertidumbre, a la inercia que arrastra y a la que deja varado. Hay que reconocer, en lo cotidiano se nos hace evidente, que la voluntad no basta, que si siempre es necesaria nunca fue suficiente; que el entramado que nos dejó en caída libre desde Den Haag hasta Rovinja siempre se lo debí a otros.
            La aventura es lo cotidiano, vaya, el viaje empieza cuando regresas a casa; es ahí cuando te avientas, sabes que hay una desincronización, que apenas han llegado algunas partes de ti y otras siguen en la aduana, en el Rin, en la colina más alta, en el ático del palacio, en el canal escondido. La aventura es saber que no han llegado todos tus yos, que tal vez nunca lleguen, y seguir adelante.

            Hoy creo entrever, regresando cansado, a ese que escribía las cartas.