viernes, 28 de octubre de 2011

En silencio por la tarde.

Con el peso dispuesto sobre los codos, la cabeza gacha, los ojos inyectados de sangre por la luz tenue contra la pantalla clara. Con una insoportable y repentina comezón en el cuello por la barba que no he tratado en dos semanas.  Con diez dedos sobre el teclado y ninguna palabra en la lengua.

A eso de las siete y cuarto la poca luz que queda se va más rápido de lo que habíase estado yendo hasta antes de las siete y cuarto. El perro del vecino ladra, ladra mucho.

Hay una niña que grita, supongo que está jugando. Ha de ser en la secundaria de la esquina, ahí a esta hora sigue habiendo un montón de pubertos imaginando planes para los que no tienen ni edad ni permiso.

Luego, como el resto de la casa, la calle está en silencio. A poco empero pasa el carrito de los camotes y con su silbido metálico hace ladrar de nuevo al perro, gritar de nuevo a la niña y reanuda mi comezón en el pecho.

Voy a bajar la pantalla, buscar en la obscuridad el bajo, conectarlo a siegas y tocar un rato. Ojalá, después de robarme algunas notas, se me ocurran palabras.