lunes, 3 de enero de 2011

Los Comprados

1
El hombrecillo se quitó el sombrero y, por tercera vez aquella mañana, se rascó la cabeza. Miró el forro raído y tomó despreocupadamente una pulga que saltaba de un agujero al siguiente. Aquel sombrero lo había comprado hacia ya muchos años la primera vez que había tenido al mismo tiempo trescientos pesos.

2
Marcela vio salir a su marido y se le retorció el estomago. El último kilo de tortillas lo habían guardado para el desayuno, pero como Salvador empezaba jornada prefirió ella no comer. Ese día, como todos, caminó hasta la carretera, esperó a su comadre, y marcharon juntas hasta Cuernavaca.  Ahí en el centro ayudaba a la tía de su comadre, una señora tan arrugada por afuera como por adentro, que tenía ya fama con su comalito y le alcanzaba para pagarle a Marcela y su comadre veinte pesos.  Ese día, cuando ya entrada la tarde regresaba del brazo de su comadre por la carretera, le llegó un sopor inesperado y se desvaneció. 
Cuando despertó, una señora le echaba aire con un cartón y le preguntaba repetidamente si se había golpeado la cabeza. Marcela lo negó varias veces hasta que se dio cuenta que estaba metida en una camioneta, se sentó inmediatamente y gritó con todo pulmón que la bajaran, que no le hicieran daño, que la bajaran de nuevo, y así como por accidente reparó en que su comadre estaba sentada en el asiento del copiloto; la situación cada vez más extraña dejó en completo silencio a Marcela. La señora sentada a su lado se limitó a abrazarla, a decirle que todo estaba bien, y que la estaban llevando a un hospital.

3
El policía le devolvió su bolsa de papel. Le dio una palmada en la espalda y le sugirió que se acercara a la catedral, que probablemente el capellán le regalaría un pan y con suerte un poco de pollo.  El hombrecillo lo miró perplejo, este era el primer policía que le hablaba en mucho tiempo. -Ha de ser nuevo- pensó. Y caminó hacia la Catedral a sabiendas que el capellán no le daría nada, porque eran después de las cuatro, y para esa hora ya habían pasado por ahí el de Ayala y la Señora del Mercado.  Al cruzar la calle escuchó un pitazo y el rechinar de llantas, a continuación una serie de insultos sin orden desprendidos del conductor le recordaron que no había reparado en el semáforo, que antes no estaba allí, sino unas cuadras antes, hacia no tantos años, cuando él todavía manejaba.

4
Marcela no dejaba de llorar, no sabía si era de dicha o de desconcierto total. Tal vez lloraba por ambas razones. La señora que la había llevado le sonrió amablemente. Le dijo que sería maravilloso y que no tenía por qué temer. Marcela se limitó a sollozar.  Cuando le preguntaron donde vivía, tuvo su comadre que dar las indicaciones. Ya una vez cerca de la casita a medio construir la señora cuchicheó algo con el hombre que manejaba la camioneta. Se le acercó a Marcela y le pidió que llegara mañana, si se lo permitía su salud, a Cuitláhuac y 5 de Mayo.
Cuando Salvador llegó unas horas más tarde le besó la frente. Le entregó un kilo de arroz y se acostó inmediatamente el catre.  Al amanecer, después de prepararle el arroz a Salvador, Marcela comió un poco, caminó hasta la carretera y esperó a su comadre. Marcharon juntas para Cuernavaca. Aunque Marcela le insistió mucho, su comadre le dijo que tenía que irse al mercado, que por muy sobrina que fuera, igual y se quedaba sin sus veinte pesos.  Así pues Marcela llegó a Cuitláhuac y 5 de Mayo, tocó el timbre de la casa del portón verde y le abrió la Señora con su sonrisa habitual.
En menos de una hora, Marcela se sabía ya la casa por completo, se aprendió todos los cajones de la cocina, memorizó todas y cada una de las medidas de jabón para trapear la cocina y para limpiar los vidrios. Ese día comió por primera vez desde que era niña sopa, arroz y guisado. Cuando terminó de planchar, tocó tímidamente la puerta del estudio de la Señora y le avisó que ya había acabado con todo. La Señora la miró como aprobándola, le sonrió de nuevo, la abrazó y le dijo que le esperara un momento. Al poco regresó y le entregó un billete de doscientos pesos, al dárselos le dijo “Todo va a salir bien Marcela, guárdate ese dinero para el bebé. Mañana llegas temprano porque si no, no hay quien te abra”
Esa tarde, cuando Marcela llegó a su casita, se topó con Salvador, se temió lo peor, ahí tan temprano… seguramente lo habían despedido. Estaba ya a punto de sacar el billete y decirle que todo iba a estar bien, que ya podían terminar la casa, que además iban a ser padres, cuando vio la sonrisa enorme en su cara.

5
Cobija en mano, el hombrecillo se apresuró Yatepec, en una pequeña equina donde nadie lo molestaba nunca. Se acurrucó entre la pared y el farol fundido e intentó conciliar el sueño. Al rato de estar ahí tendido se le enfrió todo el cuerpo, empezó a toser sin respiro alguno y no logró dormirse hasta bien entrada la madrugada. Cuando el sol apenas calentaba el ambiente fresco, el tronido de un motor lo levantó de pronto. Era una camioneta grande y negra. No era ni tan grande, y por alguna extraña razón no le pareció tampoco tan negra, como la que hacía tantos años lo había recogido cuando trabajaba en una construcción en Arteaga. Ese día su vida había cambiado por completo, tanta había sido su suerte que el día se le había quedado grabada en la memoria como pocas cosas. Su Mujer se había sorprendido de verle tan temprano, le dijo que todo estaría bien y que serían padres… él la abrazó con fuerza, le dijo que claro que todo estaría bien, pues tenía un nuevo trabajo, le iban a pagar lo que nunca, terminarían la casita y al hijo, porque iba a tener un hijo, no le faltaría nada.

6
La primera vez que Marcela no se pudo parar por los mareos matinales fue también el primer día que vio a Salvador llorar. Su marido, desde aquella tarde en que llegó con su nuevo trabajo a cuestas, era otro. Esa mañana, mientras tomaban el desayuno, Salvador la miró con unos ojos henchidos y rojos, le susurró algo así como perdóname. Y luego salió de la casa demasiado agitado como para responder a qué hora regresaba. Esa tarde la Señora llegó preocupada, le dijo a Marcela que mejor fueran al Doctor y no regresó sino hasta bien entrada la noche. Salvador por su parte no había regresado. Tampoco regresó al día siguiente, ni al siguiente. Cuando por fin se apareció  tenía la cara demacrada, olía a tierra, sudor y sangre rancia. Marcela lo quiso regañar, pero se limitó a lanzarle una olla rota, Salvador la esquivó apenas, se le acerco de apoco. Le pregunto cómo estaba su hijo, le prometió que nunca dejaría que le pasara nada malo, y la besó.
7
El hombrecillo se sacó las botas, miró sus calcetines negros y rotos, los volteó para encontrar un escenario idéntico y se los volvió a poner junto con las botas. Caminó hasta el parque de Borda, se sentó en la banqueta y estiró la mano. Uno y otro transeúnte le ignoraban, alguno que otro le lanzaba una mirada displicente y algunos menos le dejaban una moneda sobre la mugrienta mano. 
A las pocas horas se le acercó una familia, el hombre tenía la espalda ancha, andaba en botas, tenía manos arrugadas, era sin duda trabajador; la mujer era de tez cobriza, de ese moreno bonito que atrapa a los hombres de todos lados, entre sus brazos un pequeño bulto en una cobija a cuadros. El hombre lo miró de cerca, le dejó una moneda de diez pesos y una charola de unicel, al darse la vuelta pudo ver el hombrecillo, colgado al cincho, un revolver.  El hombrecillo gritó despavorido: -¡No me mates Cazón, no me mates! ¡Ándale Cazón dame tres días, dame tres días Cazón, que te cuesta! ¡Cazón no me mates Cazón!- y a continuación hecho ovillo sobre la banqueta lloró desconsolado.


8
Marcela aún no se acostumbraba a cargar a su hija fuera del vientre. Se sentía a la vez más liviana y más débil. Se sentó en el catre y prendió el televisor. A esa hora a donde la cambiara estaban las noticias.  Salvador llegó de repente, el enfrenón de la camioneta despertó a la niña que lloró inmediatamente. Con la camisa empapada de sudor, Salvador entró corriendo al cuarto. Miró para todos lados. Marcela le preguntó mil veces qué pasaba sin encontrar respuesta. De pronto se escuchó otro enfrenón frente la casa.  Salvador  desenfundó una pistola que traía escondida, Marcela le preguntó algo que se perdió entre los griteríos de afuera… ¡Órale Salvador no nos la pongas difícil! ¡Salte deáy Salvador!  Después cesaron los gritos, solo el llanto de la pequeña niña hacía eco en la casita recién terminada. De súbito entraron dos hombres, pistola en mano por la puerta, por la pequeña ventana del cuarto se asomó un tercero.
-Ándale Salvador, quien te viera todo casadote- restalló un hombretón de espaldas anchas- ¿Qué no nos vas a presentar con tu señora esposa?
-Cazón, dame tres días más Cazón, que te cuesta- farfulló Salvador entrecortado por la respiración nerviosa- Tres días más y te tengo lo que perdiste por mi culpa.
-Mira Salvador no nos hagamos pendejos, lo que perdí por tu culpa no lo sacas ni en un año… pero mira, yo veo que eres padre y esposo. Tienes que cuidar a la familia, y pues, pos ora eres hombre buscado Salvador. Mira, hagamos esto, yo te protejo a tu bebe en lo que tú me consigues mi dinero y todos salimos ganando ¿te gusta, o te gusta Salvadorsito?
Marcela miró devastada a Salvador. Uno de los hombres se le acercó para arrebatarle a la bebe de los brazos. Marcela lo pateó con todas sus fuerzas, pero fue inútil. El hombre tomo a la niña que no paraba de llorar. Salvador guardó el revólver  -Cazón, yo te tengo tu dinero y tú me devuelves a mi niña- dijo lo más sereno que pudo.
-Pos si eso no está en duda verdad, lo que está en duda es cuanto te me vas a tardar Salvador-

9
La enfermera terminó de tallarle los brazos. El doctor anotó algunas cosas en una pequeña tableta y salieron ambos de la habitación. El hombrecillo se miró en el reflejo de la bolsa de suero que colgaba sobre su cama.  Tenía la mirada perdida. Esa noche mientras intentaba conciliar el sueño, escuchó el llanto de un bebe en la habitación contigua… la memoria no se hizo esperar, hecho un ovillo sobre el pequeño colchón, gritó en sollozos que se tornaban alaridos ¡Perdóname Marcela, perdón… perdóname nenita perdón perdón perdón perdópperdoooperjo… Marcela yo no sabía para que querían a mi niña!

sábado, 1 de enero de 2011

Los primeros de enero...

Los primeros de enero casi siempre me siento triste.  Para empezar me suele amanecer entrada la tarde, y para terminar suele la tarde recordarme a media penumbra que el año nuevo y el viejo es la misma tela con otro corte.
Supongo que tiene que ver también el hecho de no hablarte. De que las palabras se queden en el estomago, revolviéndose constantemente para decirme que no tiene sentido alguno salir cuando adentro es tan cálido y conocido.
Los primeros de enero les digo, tienen ese algo que me invita a la vez  salir de la cama y vestirme para la mejor ocasión, y regresarme bajo la colcha con la pijama rota y una sudadera vieja que uso en los meses de frio.  A lo mejor es como dice mi prima y es que el año aún no empieza, que los años empiezan el segundo… será que el primero es como esas veces en que no sabes bien si estas aún dormido y soñando o si solo, apenas despierto, transformas las luces y sonidos en elementos oníricos de la más real magnitud…. Ha de ser que el primero de enero es como cuando no terminas de morir y ya estas renaciendo, ese limbo absurdo que te deja con nostalgia y te llena de expectativa, y luego además, encima tienes el peso de recordar todos los otros limbos, los otros primeros de enero, donde con verdadero ahínco pusiste los propósitos en charola de plata con guardias reales a su lado protegiéndolos de la adversidad, para después leerlos y reírte, de haber escrito lo mismo la ultima vez, y solo haberlos cumplido a medias.

Los primeros de enero casi siempre me siento triste. Será que así fueron los otros y, por costumbre, no tiene sentido alguno salir.