sábado, 28 de julio de 2012

Oneirokritis



Me sobé el cuello lentamente. Parpadeé varias veces frente a la página en blanco. Cerré los ojos una vez más y vi inscrito en mis párpados una oda en un extraño idioma que desfilaba imponente hacia mi nariz. Instintivamente moví la mano hacia la cara sospechando un ataque literal de sinusitis. La comezón me invadió inmediatamente, la marcha incesante de los versos agujaba sin tregua mis fosas nasales… estornudé con violencia épica.
   Sentí un alivio, pero exangüe. Me asaltó de inmediato la sospecha de que, en la distancia que mediaba entre mi boca y el escritorio, volaban sin rumbo y con destino catastróficos una heroína, un conflicto universal y un giro copernicano de la literatura. Con aspavientos propios de un lelo ahogándose, estiré mis brazos adelantando las manos encogidas como canastas para atrapar mi opera prima.
  Apenas noté el rocío en mis dedos, la desesperanza me inundó. Había apretado durante tanto tiempo y con tanta fuerza mis párpados para no perder nada más que, oprimidos, personajes secundarios y tramas alternas habían liderado una revolución. Por mis lacrimales corrían ríos enteros de tinta y discurriendo hacia una caída libre desde mis pómulos se escapaba la profecía que habría guiado mi relato.
  Sin otro remedio y con la ilusión perdida recurrí a la fe sin pensármelo dos veces. Tomé el paño que guardaba en el primer cajón, lo acerqué a mi rostro, lo presioné contra mi faz y juré por todos los dioses cuyos nombres aún no se borraban de mis sienes que dejaría constancia de sus vidas.
  El trapo se empapó en un instante. Me atreví ingenuamente a esbozar una sonrisa discreta; lo pagué caro. El paño se calentó con una rapidez sorprendente, el llanto evaporado solo dejó la sal en forma de letras que me pusieron en claro el panorama de la historia. Las contemplé por un segundo cuando, de pronto, tronó el techo. Al levantar la vista me cegó una luz intensa. Ofuscado vislumbré una escena de ensueño: Una tormenta miniatura azotaba la geografía de mi estudio, navegando en dirigibles del tamaño de un ratón, un inmenso contingente de soldados renacentistas minúsculos guiaban una purga malsana entre mis borradores.
  Sus crueles cazadores parecían conocer mis archivos a la perfección; les vi prender fuego a párrafos específicos, erradicar con golpes de cañón anotaciones en los márgenes de una servilleta, apuñalar cruelmente una línea de tiempo que había trazado alrededor de una postal. En algún momento de la infame masacre rugí con desesperación. Me abalancé sobre las figurillas que se aprovecharon de mi torpeza para hacerme tropezar y caer de bruces. Rodé sobre mi propia alcoba sintiéndome vencido y fue entonces cuando la vi.
   Rodeada de un escuadrón veneciano, calzada en cuero, vestida en lana, armada en bronce, mi amazona luchaba sin respiro. Uno a otro esos inútiles defensores de la Nueva Era se abalanzaban sobre la guerrera profiriendo los más sórdidos insultos. Haciendo caso omiso, por disciplina o ignorancia, mi heroína rechazaba embiste tras envite. Uno a uno los soldados cayeron ante la toga manchada de sangre. Obviando el ridículo que podría representar para cualquier espectador, vitoreé con fuerza, aplaudí como un niño cualquiera y asomó en mi interior un resquicio de esperanza.
   A mi alrededor batallones, más, regimientos, llevaban a cabo su infame tarea. Me armé de valor y me puse a gatas, me arrastré por el campo de batalla buscando con ansias mi pluma fuente. La hallé protegida por un landwher prusiano que la reclamaba como botín de guerra. Se las arrebaté sin demasiado esfuerzo y me puse a trabajar.
   Escribí escuetamente el nombre que rondaba en mi memoria. Tracé los límites del imperio que pudo haber sido. Reparé en como mis dibujos iban tomando dimensiones. También el ejército enemigo se percató de mis esfuerzos. Relaté rápidamente la historia de los elamitas y de cómo construyeron su reino alrededor del Pozo Infinito en lo más árido del Desierto Eterno. Apuntalé sin vacilar el linaje de Alcíbia, nacida del Odio y la Esperanza. Y mientras mis párrafos tomaban forma, murallas diminutas proyectaban sus imponentes sombras ante las huestes modernas. No supe que pasó después de que escribiera: “entonces de las entrañas de la esfinge tomó Alcíbia lo que por derecho era suyo y montó en el grifo que había nacido en el cenit de la batalla…” Un ensordecedor estornudo hizo retumbar mi estudio y me privó de mi último sentido.
   Cuando desperté sentí todos los músculos entumidos. Me dolía especialmente la diestra y noté sin demasiada sorpresa el desastre que era mi cuarto. Caminé lentamente hasta mi escritorio, me senté frente a la página en blanco y me sobé el cuello lentamente. 

lunes, 23 de julio de 2012

Brettaniai

-Pasarán cien años… ¿lo entiendes? Yo estaré muerta y pasarán cien años.-
Se tumbó en la cama de pasto que había crecido en las últimas semanas del verano tardío. Por gracia o por instinto había dejado reposar su cara al somero cobijo de un abedul. Se retorció un poco al sentir la picazón de las agujas verdes rozarle los brazos y no paró hasta que el último esbozo de la única nube en el horizonte hubo desaparecido.
Me senté a contraluz y le pedí que me contara sus sueños.
-Estoy en medio de una isleta, - dijo con la voz propia de los durmientes – La isleta corona la cima de un monte, pero no lo toca. Sobre mí flota otra isleta y de su borde cae un río variopinto que me moja los pies. – En ese momento interrumpe su discurso y ríe mientras mueve distraída sus piernas.
La cálida tarde recibe con gusto una brisa fresca que alborota las ramas del abedul. Ella aprieta sus brazos contra el cuerpo y se arropa en una manta imaginaria.
-La isleta se mueve en el vaivén del viento y pronto la cascada me empapa hasta la cabeza. Intento alejarme de la copiosa caída pero la tierra cimbra y temo caer.  Sé ahora que está amaneciendo. No sabía que era de noche, pero sé ahora que está amaneciendo. Caigo en la cuenta de que ya no hay monte debajo de mi isleta, y ahora que lo pienso tampoco estoy en una isleta. Me encuentro sentada en loto sobre una columna de mármol y me veo de reojo, como en un espejo… Me veo y no me reconozco, sé que soy yo, pero soy otra.-
           La veo erguirse de su lecho y, sin saber por qué, me da un escalofrío. Se acerca con pasos delicados y me percato de que no hay sonido alguno. El viento agita sigiloso las ramas, un ave canta sin voz y yo ahogó un suspiro.
Se sentó encarando al sol, sus ojos verdes destellaron al pasar los rayos.
-La columna se hunde en la arena con un plácido movimiento. Ando descalza sin sentir el bravo sol bajo mis pies.  Hay una sombra, pero no hay nada que la proyecte. La sombra es tu perfil.-
La sentí acariciar mi mejilla e intenté moverme, pero no pude. Su tacto terso se me antojó pastoso y vi entonces que de sus manos brotaban hojas. Me besó la frente y me rendí ante el candor de sus labios. La escuché sollozar y sentí de pronto la corriente de un río policromo empaparme el cuerpo.
De sus ojos emanaba la fuente, y de su boca un susurro…
-Pasarán cien años… ¿lo ves?-