jueves, 29 de mayo de 2014

Tranvía



El tranvía es un transporte ambivalente, uno ahí adentro no siente que va en reversa como en los trenes viejos, pero tampoco siente que va para adelante. A lo mejor por eso nos contentamos en llamarle tren ligero. No había manera de moverme sin molestarla; estaba absorta en su lectura cuando vi entrar a Roberto por la última puerta del último vagón; me hizo un gesto con la mano para que me acercara y no supe más que encoger los hombros. Anticipé su intención de lanzar una leperada, le hice señas desde mi asiento para que se callara; frunció el ceño; encogí los hombros y señalé a mi vecina.
            Era la primera vez que me sentaba a su lado, pero ya la había visto antes. Toda esa semana nos encontramos en el mismo vagón a la misma hora. Era una suerte ambivalente, como el maldito tren ligero. Durante tres días la había visto con la nariz metida en un best seller gringo, una novela para Young Adults –young adults, pensé el primer día e intenté sonreír pedante hasta que la sonrisa me atrapó la lengua; yo acababa de leer el libro y recomendarlo, en la vergüenza más pura del ego sonreí de todas formas; ella lo leía en español-. Era una chica linda –de buena casta hubiera dicho Roberto- tenía unos labios de antojo y una sonrisa apagada, pero lo que me interesó no fue eso. Confieso que su cara la vi después de ver el libro, el afán era encontrar la parte exacta de la historia en la que se encontraba para regodearme de saber algo que ella no sabía, algo que le iba a doler y sin posibilidad de lágrimas por encontrarse en público. Pero antes de descubrir el capítulo vi sus ojos: eran unos ojos negros –aunque no existan- una cueva o un vacío que abiertos sobre el papel parecían robarse la tinta de las palabras; esa mujer no leía, su alma tragaba palabras como los ahogados tragan aire.
            Seguía con el libro en mano y dudé seriamente. Por un lado era posible que releyera la misma historia cada día –cada quien sus santos-, por otro, leía con tal intensidad cada línea, cada párrafo, que se me antojó la idea de que, como el tren en el que íbamos, cumplía naturalmente las moralejas de Esopo. Vibró mi celular en el momento justo en que se detenía el vagón en la estación de Huipulco. Era un mensaje de Roberto “A ver si un día se te quita lo puto, ya háblale.”  Desestimé su idea. ¿Qué iba yo a decirle a una mujer que repetía su historia favorita cada día? O, peor aún ¿Qué podía decirle yo, que suerte de palabra podía sacrificar, que valiera la pena?  Se removió en la silla y apagué inmediatamente la pantalla del celular, si leía ese mensaje, como leía su novela, quedaba perdido para siempre.
            Fue entonces cuando reparé en la fecha. Insisto que era un día de suerte contrariada. Todo tenía sentido o, mejor dicho, nada lo tenía. Era jueves, un jueves extra, un otro jueves. Había razón entonces para saber por qué no podía hablarle, no lo tenía permitido. Júpiter estaba marcado para siempre como el día en que hablaba contigo; contigo y nadie más. Cuando juntábamos esbirros de palabras y las martillábamos hasta que supieran decir lo que queríamos, cuando luego juntos las leíamos –nuestras- y dejábamos que fuera el silencio nuestro mejor crítico. Era jueves y además la lluvia amenazaba. No podía hablarle a la mujer, lo noté entonces, que no leía intensamente, ni leía la misma historia: era una coincidencia que trajera ese libro que te dije que leyeras, una vil coincidencia que no significaba nada: era su torpeza y lentitud, era el desinterés lo que la llevaba leer el triste panfleto de 100 hojas solamente sobre las vías del tren ligero: una lectura ligera para una vecina ligera a la que le había dejado caer el peso de tu imagen.
            Cómo iba a decirle algo si lo que yo en verdad quiero es contarte de como aquel profesor cubano que tanto admiramos le dijo a mi entrevistadora, sin un atisbo de duda “Sería un lujo tenerlo”. Si yo quería contarte por ejemplo que en menos de una hora tu hermana me había reconocido a la distancia y había preguntado ingenua si venía contigo y luego tu prima apresurada se detuvo para saludarme saliendo del colegio. ¿Qué le iba a decir a esa mujer que por mi mente truculenta pretendía usurpar tus ojos-cueva? Yo no sabría decirle nada que no fuera tu nombre, seguirlo con el respiro de vainilla y coco, y luego con la seriedad que sólo tu podías negarme, contar la historia de cómo la maestra que me cedería uno de sus grupos en preparatoria conoció a mi abuelo: fue su vecino en los últimos años de vida, que se enteró por verme en Facebook en la foto de mi primo el chico que es gran amigo de su hija; que le emocionó meramente conciliar que su hermano trabajó durante años con mi padrino y que todo esto me parece, más que coincidencias burdas, justicia poética; que terminara yo ahí metido, dando clases a sus niños.
            No sé cuándo se habría bajado mi vecina, no le di importancia. Era jueves, ya llovía, el tranvía no iba para atrás ni para delante. Me bajé en Xotepingo, no quería ver la esquina en la que una vez nos despedimos aunque dijeras que estaríamos juntos toda la vida. Corrí hasta la casa, pensé en el libro que me recomendaste en contrapartida. Noté al abrir la portada otra coincidencia, yo no he dejado el colegio, no puedo todavía; así que subiré a la bicicleta –a falta de ciruelo- para declamar a gritos las razones por las que todo importa, todo, hasta mañana en que me suba al tren ambivalente, hasta que no sea jueves y no llueva y no encuentre en cada rostro al dios chiquito que me lanza rocas y me pide que te escriba todavía.