martes, 31 de mayo de 2011

Lo común y lo peculiar


-Disculpa- lo digo más como perdón que como permiso y me escabullo entre la gene apretujada del café. 
 El olor especial a humano-perro-ropa-periódico mojado sumado al tueste de los granos es una combinación tan común como peculiar y de alguna manera proco clara me agrada y me deprime un poco. Pido alguna bebida caliente, si estuvieras tú habríamos pedido lo de siempre, pero sin ti, esas particularidades sígnicas se vuelven baladíes.
Sobre la pared que forma la multitud, a unos pasos de la entrada, bajo la llovizna aciaga, mi bicicleta permanece atada al único farol con luz en cuadras. Agradezco por primera vez en años la quema insana de petróleo que mantiene encendida el local y doy un trago lento, satisfecho de mi honesta incongruencia.
No hay lugar dónde sentarse, a diferencia del torrente de agua, la gente parece haber llegado a algún tipo de acuerdo no escrito y pacífico que constataba la imposibilidad de reunir  más cuerpos en el café.  El hecho, tan común como peculiar, me mantiene entretenido el pensamiento. Toda sarta de estupideces e hipótesis legítimas, sinapsis suicidas que nunca se consolidarán en proteínas, repiquetean el neocortex sin mayor efecto que el que las gotas que vienen a escurrirse sobre la ventana del lugar. Luego, divertido, imagino a unos seres en el cerebro escondidos en algún café abstracto, refugiados de las tormentas patrocinadas por las neuronas. Los imagino quejándose del mal tiempo, de las borrascas constantes, del cambio climático palpable. Los veo teorizando sobre el asunto, leo en sus pequeños diarios que celebran a sus compatriotas por encontrar correlaciones bilaterales entre los años de estudio y los males climáticos que los acechan. También leo las controversias, la eterna y disfraza lucha entre los hemisferios que culpan el uno al otro de tan desgraciada situación.  Tomo distraído otro sorbo mientras sonrío internamente, algo empero, acelera mi ritmo cardíaco a una velocidad de infarto y me levanto instintivo hacia la puerta.
La bicicleta sigue en su lugar, iluminada. Pero no está sola. Bajo el haz de luz, la cortina de agua se rompe a cada paso de tu figura. Caminas empapada. –Disculpa- dices pidiendo más permiso que perdón y te haces paso entre la gente que, sin notarlo, te da un pasillo para ti sola. Pides un chocolate caliente mientras te desprendes de lo que pudo haber sido cualquier suéter, pero que resultó ése, azul celeste, tejido con un patrón discreto que de alguna manera le hace resaltar entre todos los suéteres azules celeste. Él hombre que te atiende, sin saber muy bien por qué, te ofrece inmediatamente una toalla.  Doy un paso hacia ti.
En un café hipotético y abstracto en algún lugar de mi encéfalo, los habitantes renuevan sus quejas, airados. Culpa un hemisferio al otro. Las neuronas no se dan descanso. El Partido Hipotalámico parece tomar el poder y la fuerza de la tempestad se multiplica.
Terminas de secarte y nos sorprendemos ambos, de que al retirar la toalla de tu cara, esté yo, invadiendo tu campo visual. Me sonríes y sonrío yo nervioso, consciente de mi torpeza. La tormenta eléctrica que dirige el casi desbordado torrente sanguíneo conjura su potencial y me ruega que te diga la verdad, toda la verdad, solo la verdad. En algún recóndito lugar, el lenguaje hace acto de presencia. Quiero sonreírte y susurrarte incrédulo: ¡en verdad existes! Pero fallo ante el esfuerzo titánico del pensamiento, tan común como peculiar, y solo logro balbucear un hola.
Te invito a sentarte conmigo y recuerdo demasiado tarde que no tengo mesa alguna, murmuro algún tipo de maldición y otro tipo de disculpa. Imagino que sonríes por mi torpeza, pero también le atribuyo a tu sonrisa más satisfacción que burla. Por primera vez en años, acopio de toda voluntad, pregunto tu nombre. Sé, empero, que el sustantivo propio pronto será sustituido por el pronombre de la segunda persona, no serás sino tú, tan común como peculiar. Doy un último trago lento a mi chocolate caliente mientras sonrió, satisfecho, de mi honesta incongruencia.




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